Abc Viajar

lunes, 1 de diciembre de 2008

Costa amalfitana, otras curvas vertiginosas

De Vietri a Positano hay 40 kilómetros. Sin parar, hora y media en coche. Las dos cifras dan idea de la dificultad de la carretera, pero no de la belleza de estos pueblos de casas blancas y ventanales asomados al Mediterráneo. He aquí un recorrido por la costa exquisita del sur de Italia, cerca de Nápoles

De Viajes
Una gaviota alza el vuelo y bordea los acantilados en busca de una roca apetecible desde la que observar el atardecer. Es un acontecimiento banal, pero la calma absoluta, el Mediterráneo en primavera y la piscina, aún desierta, colgada sobre el mar, invitan a descansar la mente, a detenerse en los detalles insignificantes. Una pareja que llega al hotel, una novela de Andrea Camilleri, las bombillas amarillentas que empiezan a encenderse en las casas que trepan ladera arriba, y esa gaviota que se recorta en el cielo.
La costa amalfitana es un zigzag de rocas que comienza enVietri, una carretera cosida con curvas y paciencia a la que más vale enfrentarse con biodramina y fuerza de voluntad para no caer víctimadel síndrome de Ulises y las sirenas, del paisaje en este caso. Rafaele Amaro tiene muchos años de experiencia al volante en el infierno de Nápoles —ese microcosmos de tráfico intimidante, ruido, basura y encanto sureño y caótico— como para despistarse por un puñetazo de belleza, por violento que sea. No ocurrirá nada… más allá de un frenazo oportuno o una maldición en voz queda. «Maradona era mejor que Pelé», espeta, mientras deja pasar a algún conductor impaciente y quejica.
El minibús deja la autopista, con el Vesubio a nuestra espalda, para seguir el rastro de nombres que suenan a postales de sol y felicidad: Vietri, Cetara, Maiore, Amalfi, Ravello y, al cabo, Positano, un anfiteatro de casas acunado por el mar en el que se han rodado secuencias de «El talento de míster Ripley», «Only you» o «Bajo el sol de la Toscana». En la primera curva, el grupo de viajeros le grita al conductor como pinchados por un anzuelo: «¡Pare, por favor, foto, foto!». Y sólo es el principio.
Aunque el principio, en realidad, nos podría llevar muy atrás, a la época en que los romanos acosados por los invasores buscaban refugio en estos acantilados, o a los siglos IX-X, cuando en Amalfi se fundó la primera República del Mar italiana (antes que en Génova, Pisa y Venecia), a los años en que en estos puertos corría el dinero procedente de los intercambios comerciales conÁfrica (la venta de madera, por ejemplo). Ha pasado mucho tiempo, pero ya se sabe que quien tuvo, retuvo. Ahora, el turismo es el maná. «Un piso de setenta metros desde el que se vea el mar no baja de ochocientos mil euros», dice Umberto, vecino de Maiore. «Aquí vienen muchos americanos e ingleses, pero los italianos vamos a la playa más al sur, a la zona de Cilento», añade Patrizia.
Los primeros turistas que aparecieron por esta esquina del sur de Italia fueron intelectuales y artistas del norte de Europa, fascinados por el descubrimiento en 1826 de la Gruta Azul en la cercana Capri. Uno de ellos fue Richard Wagner, que halló en Villa Rufolo, en el centro de Ravello, las musas necesarias para diseñar parte de los escenarios de «Parsifal». Esta tarde, en la plaza del pueblo dos parejas de recién casados —estadounidenses, lo que habla de esta costa como imán— se fotografían acaramelados en esquinas de cal y piedra, junto a la iglesia, en las callejuelas y en los jardines por los que paseó el compositor alemán. En mayo al menos, todo es un reino de paz, de buganvillas, con el gran azul más allá del vértigo. En un escenario colgado literalmente sobre ese mar, al anochecer, se celebran cada verano los conciertos
del Festival Wagner.
Ravello es un retiro exclusivo y exquisito que siempre ha mantenido relaciones íntimas con los millonarios y con los artistas. En algunas de estas casas han pasado temporadas Toscanini, Leonard Bernstein, Rostropovich, Giovanni Boccaccio, Paul Valéry, Graham Green, Tennesse Williams, Rafael Alberti, Gore Vidal o D. H. Lawrence, quien escribió aquí algunos capítulos de «El amante de LadyChatterley».
A nosotros, el atardecer nos devuelve a la realidad y a la carretera, camino de Amalfi. El sol lame los montes Lattari, la roca cortada en terrazas en las que crecen los famosos limones de la costa amalfitana, los castaños jóvenes con los que se construyen las pérgolas que abundan en los jardines. Dicen que durante el esplendor de la república de Amalfi se trajo tierra del Nilo para mejorar los cultivos de estas laderas pedregosas. En las terrazas de la plaza de
Amalfi sirven limoncello, crema o helado de limón (bien, también otras cosas). En frente, la catedral en la que reposan los restos de San Andrés desde hace ochocientos años. Y, un poco más allá, los sonidos del puerto, una brisa suave, y las playas, que no son, vale la pena aclararlo, la principal virtud de esta costa. Las calles de Amalfi son estrechas y blancas, salpicadas de puestos en los que se venden limones, souvenirs o «viagra natural» (una guindilla picante, el peperoncino). En los siglos belicosos, estas mismas callejuelas podían cerrarse con puertas en compartimentos estancos en los que los enemigos quedaban atrapados de una manera muy diferente al anzuelo que hoy engancha a los turistas.
Positano es el pueblomás conocido de estos cuarenta kilómetros vertiginosos. Sus casas y las estrellas del cine zascandilean por nuestra memoria de papel cuché. Visto desde lo alto de la montaña, es el palco de platea de un teatro cuyo escenario es el mar. Un rincón abrigado de casas blancas y cuestas que cuestan. Sus calles, estrechísimas y blancas, recuerdan un zoco árabe, aunque mucho más luminoso y, ay, bastante más caro. La moda de Positano, como luego la de Ibiza, ha causado furor durante décadas. En estas tiendas compraba Jackie Kennedy, y miles de turistas cada año encargan ahora sus sandalias a medida, para recogerlas casi en el momomento. El Mediterráneo brilla alrededor como un tesoro recién descubierto.
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