Abc Viajar

viernes, 21 de noviembre de 2008

Puerto de Galinhas: La vida es playa

Kilómetros de playa casi salvajes, sin hileras de hoteles «todo incluido». Un arenal aún virgen, en el noreste de Brasil, lejos de la crisis

De Viajes
Ha amanecido a las cinco, quizá un poco antes, pero Marco Antonio, 41 años, espera un poco más para bajar a la playa. A las siete ya está en pie, y media hora después, sin desayunar, descalzo, sin camisa, camina por la arena firme, no lejos de Puerto de Galinhas (Pernambuco, noreste de Brasil). Marco Antonio nació en la efervescente Sao Paulo, aprobó un par de cursos para distintos trabajos que no le gustaban y, al cabo, decidió buscar un lugar en calma en el que pasear por la playa al amanecer. Lo hace todos los días, antes de ir en busca de algún grupo de turistas a los que enseñarles un territorio poco conocido en Europa, kilómetros y kilómetros de playas casi salvajes, de piscinas naturales, de ríos y manglares. La vida que siempre soñó, lejos de las corbatas y los despachos de la ciudad despiadada.

A las nueve, después del desayuno, en Puerto de Galinhas se acumulan los curiosos. El sol vertical del verano sureño lame la piel e ilumina una costa trufada de arrecifes que la marea baja aún deja a la vista. A eso de las diez subirá el agua, y el espectáculo no regresará hasta el día siguiente. A decenas de metros de la costa, las rocas forman unas piscinas naturales en las que zambullirse rodeados de peces de colores que siempre se quedan en estas cavidades cuando el mar se retira. Hay quien se ha traído unas gafas de buceo para apreciar este pequeño milagro de la naturaleza. A lo lejos, la arena, el día que se despereza.

Varias decenas de jangadeiros aguardan en sus barcas tradicionales de pesca para llevar a los viajeros hasta las piscinas. Llegan casi al amanecer, con la vista puesta en el mar que, al menos entre los arrecifes y la costa, es cálido y tentador. Invita a pasar la vida en el agua, con algún descanso para tomar un zumo de mango, una piña colada o un aperitivo de aratú, una especie de cangrejo cocinado con leche de coco. Los jangadeiros son los pescadores tradicionales de la costa brasileña, aunque dedican algunas horas a llevar a los turistas a las piscinas naturales. Cobran ocho reales, algo menos de tres euros, y explican con un portugués dulce y suave la historia de cada piscina, de cada recodo.

Al sur de Recife, en el estado de Pernambuco, la vida es playa. Brasil, un continente con muchas caras, vive aquí con los pies mojados en el agua, mientras sus gestores sueñan cómo construir un negocio turístico en este paraíso natural curiosamente desatendido (aún) por las multinacionales. Desde cerca de la playa de Muro Alto, Marco Antonio camina cada mañana hasta la punta de Ocaporâ, y, si tuviera tiempo, iría más allá, hasta Puerto de Galinhas, por ejemplo, el centro de actividad nocturna de la región, donde unos niños bailan capoeira a la luz de la luna. Los turistas, mientras tanto, se gastan los reales en las tiendas de una calle comercial. Una camiseta, unos pendientes, algún objeto de artesanía, o una cerveza fría sentados ante el mar ya oscuro, acunados por la brisa de la noche recién estrenada.

Los «bugueiros» son otros personajes principales en el paisaje del litoral. Conducen felices como niños los «buggys», una especie de quad con cuatro pasajeros. Están por todas partes. El coche vuela sobre arenales solitarios abrazados por palmeras. Esta vez, el «bugueiro» nos cobra veinticinco reales (unos diez euros) para ir a la playa de Maracaipe, un lugar en el que las olas, violentas a media mañana, se antojan un paraíso para los surfistas. Sólo arena y mar bravo en el horizonte. Algunos ya cabalgan sobre sus tablas. Otros, que se acercaban en sus bicis mientras el buggy levantaba polvo a su lado, llegarán pronto.

Hasta la playa serpentea el río Marcaipe, el comienzo de los manglares. Antonio aprieta con fuerza una vara, y su jangadeira, la «Sirena», se desliza camino de un rincón de belleza desconcertante. Dice Antonio que él es el primer interesado en cuidar el medio ambiente, en que nadie pesque en esta reserva natural, en que la vida permanezca como siempre ha sido: le va en ello su empleo. Los turistas prefieren creerle, mientras se fotografían con caballitos de mar, con cangrejos azules, con los chié, un crustáceo minúsculo clave en la cadena alimenticia de la zona, o con las raíces de los manglares, que crecen hacia el sol en busca de oxígeno. En un recodo del río que casi parece una playa, una zambullida sabe como un bocado de gloria.

A esta costa llegaban los barcos cargados de esclavos para trabajar en las plantaciones de la caña de azúcar. En la bodega de los cargueros viajaban negros de África, y arriba, en cubierta, las gallinas, una señal de que la «mercancía» estaba a bordo. Hoy, Puerto de Galinhas vende sol y playa, alegría de vivir, a la que no es ajena el precio casi ridículo de la cachaça (poco más de un euro el litro). Tumbados sobre una hamaca, los turistas ven pasar a vendedores de artesanía, a camareros con una bandeja llena de croquetas, a la señora Amara, que trae el delicioso aratú, y a dúos de trovadores, que improvisan sones picantes, aduladores o culturales, según el cliente.

La música corre por las venas… y por las calles. Una noche, frente al puerto, se confunden los conciertos improvisados. Washington, un hombre de negocios que montó un restaurante para retirarse en este apacible lugar, toca el violín, mientras un amigo entona canciones brasileñas. En la calle, un grupo de amigos celebra los tres lustros de un bar de puerto, el Giroskka, y una chica rasga la guitarra con optimismo desbordante. Suena la noche. Alberto y Pedro, dos portugueses que ganaron el viaje en un concurso de Rock in Rio, han descubierto un local donde se baila ferro —una especie de insinuante lambada— hasta la madrugada. Al abrir la puerta del local, alguien tararea: «Eu quero ser feliz».

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domingo, 9 de noviembre de 2008

Olinda: la paz de un domingo azul

La música avisa antes de doblar la esquina, un poco más allá de la casa donde vivió el cantante Alceu Valença. Atardece en la ciudad empedrada. La luz, al fin suave tras un día de sol doloroso, ilumina la entrada de uno de los «blocos» de Carnaval más populares de Olinda, ciudad Patrimonio de la Humanidad, un pequeño tesoro excelentemente conservado, a tiro de piedra de Recife (Pernambuco, Brasil). Es música enlatada, pero por poco tiempo. Ya llegan las trompetas, y las chicas del grupo de baile, ataviadas con medias rojas hasta la rodilla, minifaldas negras y tops con ribetes amarillos o negros. Paisaje a todo color. Risas. Cervezas. Empieza la fiesta, como cada domingo a las cinco en esta «peña» que se prepara durante meses para el Carnaval.


En Olinda el pasado no es un libro de historia. Hay coches, claro, aunque no demasiados, y restaurantes, y tiendas de artesanía, pero el poder de sus calles tal como eran, de los colores vivísimos de las fachadas y de esas ventanas entreabiertas que se asoman al océano nos traslada en seguida a sus momentos de gloria. La fundó Duarte Coelho Pereira, portugués, en 1535, y no tardó en adquirir el estatus de «ciudad especial». Tenía algo noble, ajena al trajín del vil metal, de los negociantes de la caña de azúcar, que se instalaron unos kilómetros más allá, en Recife. Sin duda, en Olinda la tarde pasaba despacio, como ahora, cuando una familia juega al dominó en una mesa instalada en plena calle, frente a una pousada, o cuando una pareja pega la hebra sentada en el umbral de su puerta. Hace calor. Y sólo la música corta el silencio.

El son de la fiesta es el frevo, un ritmo alegre, por momentos frenético (frevo podría traducirse por hervir), que nació en Recife a finales del siglo XIX. Es la música de esta tierra, la que se escucha en una plaza, como por azar, la que secuestra el pueblo en Carnaval. Frevo y baile, que puede ser libre, dejándose llevar por la inspiración del momento, o más elaborado, como el que ensaya un grupo de chicas este domingo, con una sombrilla que da vueltas y vueltas como accesorio imprescindible. Hay incontables «blocos» que interpretan esta música y este baile a su modo, siempre con la mente puesta en esos siete días de febrero de locura en la calle, cuando no queda un metro libre, cuando la multitud obliga a saltar y a cantar.

Olinda fue, en su momento, el centro de una batalla sin cuartel entre portugueses y holandeses, que gobernaron en esta esquina de Brasil durante tres décadas, pero que hicieron y deshicieron negocios durante bastante más tiempo. El paisaje de casas coloniales, cuidados jardines y veintidós iglesias barrocas que vemos ahora, incluido en el patrimonio protegido por la Unesco, procede en líneas generales del siglo XVIII. Como ejemplo, la basílica y monasterio de San Bento, del XVI, fue destruida por los holandeses en 1631, y recuperada más tarde. Pero no sólo luce la belleza de los edificios. Impone tanto o más ese horizonte verde y azul, pegado al mar, que envuelve la ciudad, que arropa su historia.

Para los turistas ocasionales, Olinda es un rompe piernas. Calles que suben y bajan, como en una etapa alpina del Tour, sobre todo en el Paseo de la Misericordia, llamado así quizá porque ese sentimiento inspira a quienes se arriesgan a emprender la ascensión. Lo mejor es que el autobús nos deje arriba, y luego iniciar nuestra ruta en zigzag, pero siempre hacia la parte inferior del pueblo. En el camino, quizá apetezca degustar un coco, por un real y medio, o un café en un local con vistas, rodeados de cabezones de Carnaval construidos con mimo en un taller cercano. La paz no es aquí una palabra gastada. Podemos hablar con los vecinos que ven pasar la tarde y la vida sin que les asalte la angustia, o, tal vez, habrá quien prefiera hartarse de beber zumos, baratos, variados y deliciosos. En las fachadas, los carteles de «se alquila balcón para Carnaval» invitan a regresar en la semana con la que todos sueñan, cuando Olinda hierve en una orgía de frevo.

Cerca de Olinda hay otros paisajes para completar la escapada. Para empezar, Recife, la gran ciudad del estado de Pernambuco, que presume de tener uno de los tres carnavales más populares de Brasil, junto a los de Río y Salvador de Bahía. Recife también conserva una zona antigua por la que perderse un tiempo, que procede de aquel trío tormentoso entre holandeses, portugueses y las plantaciones de caña de azúcar. En el Palacio del Gobernador vivió entre 1636 y 1649 Mauricio de Nassau (Johann Moritz von Nassau), un holandés ilustrado, con corazón brasileño, que se tomó en serio su papel de gobernante y modernizó cuanto pudo la región a su cargo. Murió sólo dos años después de volver a su país, y no falta quien dice que fue por una irremediable «saudade».

En Pernambuco, el verano es eterno. Como los días de sol. Y como la playa (la del barrio de Boa Viagem suma dieciocho kilómetros). Como ese gusto por «saber vivir», con la pausa justa y la sonrisa permanente, tan lejos de la frenética y atropellada Sao Paulo. Amanece muy temprano, antes de las cinco, y a eso de las seis la playa ya es una fiesta. Madrugadores que caminan, corren, juegan al fútbol (siempre el fútbol) o al voley, o escuchan música con la mirada perdida en el mar. Esta mañana, en el ipod suena «La belle de jour», de Alceu Valença, dedicada a la arena que ahora pisamos. La paz de un domingo azul.
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