La música avisa antes de doblar la esquina, un poco más allá de la casa donde vivió el cantante Alceu Valença. Atardece en la ciudad empedrada. La luz, al fin suave tras un día de sol doloroso, ilumina la entrada de uno de los «blocos» de Carnaval más populares de Olinda, ciudad Patrimonio de la Humanidad, un pequeño tesoro excelentemente conservado, a tiro de piedra de Recife (Pernambuco, Brasil). Es música enlatada, pero por poco tiempo. Ya llegan las trompetas, y las chicas del grupo de baile, ataviadas con medias rojas hasta la rodilla, minifaldas negras y tops con ribetes amarillos o negros. Paisaje a todo color. Risas. Cervezas. Empieza la fiesta, como cada domingo a las cinco en esta «peña» que se prepara durante meses para el Carnaval.
Abc Viajar
domingo, 9 de noviembre de 2008
Olinda: la paz de un domingo azul
En Olinda el pasado no es un libro de historia. Hay coches, claro, aunque no demasiados, y restaurantes, y tiendas de artesanía, pero el poder de sus calles tal como eran, de los colores vivísimos de las fachadas y de esas ventanas entreabiertas que se asoman al océano nos traslada en seguida a sus momentos de gloria. La fundó Duarte Coelho Pereira, portugués, en 1535, y no tardó en adquirir el estatus de «ciudad especial». Tenía algo noble, ajena al trajín del vil metal, de los negociantes de la caña de azúcar, que se instalaron unos kilómetros más allá, en Recife. Sin duda, en Olinda la tarde pasaba despacio, como ahora, cuando una familia juega al dominó en una mesa instalada en plena calle, frente a una pousada, o cuando una pareja pega la hebra sentada en el umbral de su puerta. Hace calor. Y sólo la música corta el silencio.
El son de la fiesta es el frevo, un ritmo alegre, por momentos frenético (frevo podría traducirse por hervir), que nació en Recife a finales del siglo XIX. Es la música de esta tierra, la que se escucha en una plaza, como por azar, la que secuestra el pueblo en Carnaval. Frevo y baile, que puede ser libre, dejándose llevar por la inspiración del momento, o más elaborado, como el que ensaya un grupo de chicas este domingo, con una sombrilla que da vueltas y vueltas como accesorio imprescindible. Hay incontables «blocos» que interpretan esta música y este baile a su modo, siempre con la mente puesta en esos siete días de febrero de locura en la calle, cuando no queda un metro libre, cuando la multitud obliga a saltar y a cantar.
Olinda fue, en su momento, el centro de una batalla sin cuartel entre portugueses y holandeses, que gobernaron en esta esquina de Brasil durante tres décadas, pero que hicieron y deshicieron negocios durante bastante más tiempo. El paisaje de casas coloniales, cuidados jardines y veintidós iglesias barrocas que vemos ahora, incluido en el patrimonio protegido por la Unesco, procede en líneas generales del siglo XVIII. Como ejemplo, la basílica y monasterio de San Bento, del XVI, fue destruida por los holandeses en 1631, y recuperada más tarde. Pero no sólo luce la belleza de los edificios. Impone tanto o más ese horizonte verde y azul, pegado al mar, que envuelve la ciudad, que arropa su historia.
Para los turistas ocasionales, Olinda es un rompe piernas. Calles que suben y bajan, como en una etapa alpina del Tour, sobre todo en el Paseo de la Misericordia, llamado así quizá porque ese sentimiento inspira a quienes se arriesgan a emprender la ascensión. Lo mejor es que el autobús nos deje arriba, y luego iniciar nuestra ruta en zigzag, pero siempre hacia la parte inferior del pueblo. En el camino, quizá apetezca degustar un coco, por un real y medio, o un café en un local con vistas, rodeados de cabezones de Carnaval construidos con mimo en un taller cercano. La paz no es aquí una palabra gastada. Podemos hablar con los vecinos que ven pasar la tarde y la vida sin que les asalte la angustia, o, tal vez, habrá quien prefiera hartarse de beber zumos, baratos, variados y deliciosos. En las fachadas, los carteles de «se alquila balcón para Carnaval» invitan a regresar en la semana con la que todos sueñan, cuando Olinda hierve en una orgía de frevo.
Cerca de Olinda hay otros paisajes para completar la escapada. Para empezar, Recife, la gran ciudad del estado de Pernambuco, que presume de tener uno de los tres carnavales más populares de Brasil, junto a los de Río y Salvador de Bahía. Recife también conserva una zona antigua por la que perderse un tiempo, que procede de aquel trío tormentoso entre holandeses, portugueses y las plantaciones de caña de azúcar. En el Palacio del Gobernador vivió entre 1636 y 1649 Mauricio de Nassau (Johann Moritz von Nassau), un holandés ilustrado, con corazón brasileño, que se tomó en serio su papel de gobernante y modernizó cuanto pudo la región a su cargo. Murió sólo dos años después de volver a su país, y no falta quien dice que fue por una irremediable «saudade».
En Pernambuco, el verano es eterno. Como los días de sol. Y como la playa (la del barrio de Boa Viagem suma dieciocho kilómetros). Como ese gusto por «saber vivir», con la pausa justa y la sonrisa permanente, tan lejos de la frenética y atropellada Sao Paulo. Amanece muy temprano, antes de las cinco, y a eso de las seis la playa ya es una fiesta. Madrugadores que caminan, corren, juegan al fútbol (siempre el fútbol) o al voley, o escuchan música con la mirada perdida en el mar. Esta mañana, en el ipod suena «La belle de jour», de Alceu Valença, dedicada a la arena que ahora pisamos. La paz de un domingo azul.
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