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domingo, 9 de diciembre de 2007

Cuento de Navidad en Bohemia

En el diciembre de Bohemia a las cuatro apenas queda un rastro de luz. Y a eso de las diez parece madrugada, con los adoquines alfombrados de rocío. Hay mucho tiempo para fabular. En la noche del 5 al 6, el pasado jueves, por ejemplo, las calles se llenaron de ángeles y demonios, y de personajes vestidos de San Nicolás, el hombre bueno que reparte regalos a los niños que lo merecen y deja a los malos en brazos de los diablillos. Durante unas horas, los enviados del infierno andan sueltos por estos pequeños pueblos, por las plazas abrazadas por edificios renacentistas de los siglos XV o XVI, por las tabernas en las que se beben cervezas de medio litro sin pestañear, por ciudades mágicas como Trebon, Cesky Krumlov y, por supuesto, Praga. El pasado fin de semana comenzó el Adviento en Bohemia, se encendieron las luces.

Una hilera de personas abrigadas hasta las orejas caminaba a media tarde del domingo, ya noche cerrada, hacia la plaza de Cesky Krumlov, fundada en el siglo XIII, una bellísima y bien conservada ciudad medieval a orillas del Moldava, que perteneció a tres de las grandes familias de la región, los Rozmberk, entre 1302 y 1611, los Eggenberg y los Schwarzenberg. Caía una lluvia finísima, y el árbol de Navidad aún estaba a oscuras. El mercadillo, sin embargo, hacía rato que había alzado su telón. Olía a castañas asadas, a dulces con almendras. En un escenario, una coral de voces blancas empezó a interpretar villancicos y canciones populares mientras dos sacerdotes esperaban a pie de escalera para bendecir el momento. Cuando lo hiceron, quizá media hora más tarde, el árbol se encendió como por arte de magia. La Navidad es una de las grandes fiestas de este corazón del sur de Bohemia, un lugar que empieza a colarse en la agenda de los turistas que quieren brujulear más allá de Praga.

Cesky Krumlov está incluida en la lista del patrimonio mundial de la Unesco, y su castillo es el segundo más importante de la República Checa, después del de Praga, con no menos de trescientas estancias, incluidas las habitaciones de los Rozmberk, decoradas con bóvedas de madera y murales renacentistas. El paseo desde el puente que cruza el Moldava, caudaloso y esta semana todavía libre del abrazo del hielo, nos traslada al Medievo sin necesidad de cerrar los ojos. Abundan los objetos de madera en las tiendas, y la artesanía local en el tradicional mercadillo de la plaza, justo en frente de la iglesia de San Vito, un edificio gótico de principios del siglo XV. Un poco más allá, una vista general del río, el castillo y el centro histórico deja con la boca abierta a los viandantes. «Un lugar para huir con un amor imposible», bromea -¿o no?- una turista austriaca que dice llevar una semana entre estas callejuelas.

Los mercadillos son una de las tradiciones más arraigadas en Bohemia, como en muchos otros lugares de Centroeuropa. Los ha habido siempre, dedicados a la Navidad o a la Semana Santa, a las frutas que se acaban de recoger o a las más variopintas especialidades artesanas. Los de estas semanas de diciembre, sin embargo, están cargados de luz y de historia. Dice Zlata Mederos, una checa que viaja a España en coche (1.800 kilómetros a Barcelona) al menos una vez al año, que está prohibido vender objetos de importación, plástico «made in China», y que todo lo que podemos hallar en una tarde de rastreo por estas casetas es de origen local. «Es nuestro sello de identidad», afirma.

Los mercadillos de Praga, el de las plazas de Wenceslao y la Vieja, son los más aparatosamente llamativos, como toda la ciudad, de una belleza romántica que atrae a millones de turistas cada año. Sin embargo, la región de Bohemia es una tentación mucho menos conocida y salpicada de atractivos. Desde la carretera, luce un paisaje verde y de suaves colinas, con tachuelas de no más de 1.600 metros. Alrededor, amplias praderas y zonas boscosas de robles y pinos, además del omnipresente arrullo del Moldava, que nace en los montes Sumava. Y, desde luego, los pueblos, muchos de ellos dotados de un evidente encanto, fotogénicos, preparados para aparecer en cualquier postal. Durante el siglo XIII se construyeron varias ciudades fortificadas en esta zona para defender al rey. Esas ciudades históricas conforman hoy una ruta por descubrir, con Cesky Krumlov en cabeza, aunque hay otras muchas paradas posibles, como Jindrichuv Hradec y Trebon, y sus edificios que atraen a las cámaras de fotos.

En la República Checa hay turistas que siguen a una rubia (se cuentan más de cincuenta fábricas de cerveza) y otros que van de castillo en castillo, inhóspitos en esta época, aunque dicen mucho de lo que fue la región. Jindrichuv Hradec tiene uno de ellos, del siglo XIII, residencia de los señores de Hradec. Era originalmente de estilo gótico, aunque a finales de XVI los arquitectos italianos le dieron un baño renacentista. Merece la pena pasear por sus salas, y salir luego a las calles para ver los edificios de colores vivísimos tan típicos de Bohemia. Dicen sus habitantes que hay tantos días grises que es imprescindible utilizar el pantone en las fachadas para alegrarse la vista. En el caso de esta localidad de nombre impronunciable, la mayoría de esas casas se construyeron tras el incendio de 1801; en Cesky, en cambio, abundan los edificios del XIV, y en Trebon hay una curiosa mezcla de construcciones renacentistas y barrocas.

Trebon, ciudad balneario, también presume de un castillo renacentista construido en el siglo XVI. Es buen lugar para de nuevo dejar volar la imaginación una vez que se hace de noche y las horas se estiran como goma de mascar. Se cuenta que por estos pasillos deambula como alma en pena la dama blanca, una buena mujer de la familia Rozmberk que se casó con uno de los hijos de los Lichenstein, maltratador y feroz, bastante mayor que ella. El marido murió y, antes de expirar, le pidió perdón a su esposa. No lo obtuvo y, según se transmite de generación en generación, el varón de los Lichenstein escupió una de esas maldiciones contra las que no hay antídoto. La leyenda sigue viva. Una dama vestida de blanco vagará por los siglos de los siglos por estas salas congeladas como un cubito de hielo.

El castillo de Zvikov, del siglo XIII, ha conocido mejores momentos, por ejemplo cuando fue el último bastión del ejército protestante en el sur de Bohemia. Ahora parece abandonado a su suerte, a orillas del Moldava, donde se ha construido un embarcadero del que zarpan minicruceros para observar la fortificación desde el agua. Esta tarde, la neblina que aletea entre el río y el cielo invita a abrocharse el forro polar y a respirar profundamente. El barco se dirige a otro castillo, el de Orlik, catorce kilómetros más allá, reconvertido en hotel. En la República Checa hay dos mil castillos, y para algunos de ellos su transformación en alojamiento ha sido la única forma de seguir en pie.

Bohemia vive durante un mes en «estado de Navidad», o de Adviento. En cualquier esquina, en la capital, esa ciudad en la que se anuncia un concierto de Mahler en la calle de Kafka, y en los pueblos. También en la mina de Pribram, un lugar que explotó sus entrañas -plata, uranio, zinc, carbón- hasta que en 1978 empezó a costar más el proceso de extracción que lo obtenido. Algunas de esas galerías, como las de Anna y Procopio, que se hundían cuarenta y un pisos en la tierra, se pueden visitar ahora. Como la casa del minero, donde unos cuantos artesanos preparan dulces o figuras para el belén, y donde suena la música clásica, esa dulce compañía para contar historias mientras llovizna -o quizá nieva- tras los cristales, mientras llega la cena...

La carpa es el plato tradicional de la Nochebuena. Otra leyenda urbana y rural de las que se cuentan al calor de una cerveza dice que sus escamas propiciarán un año saludable, de forma que las amas de casa se afanan en ordenarlas bajo los platos el día 24. Además, guardarán algunas en los bolsillos de la ropa, para salir a la calle con la suerte pegada al cuerpo, con las luces en cada escaparate, con los mercadillos abiertos desde primera hora de la mañana hasta eso de las siete. Porque aquí, eso sí, la tarde parece noche, y la noche, madrugada.

jueves, 29 de noviembre de 2007

Bierzo, el círculo perfecto

En la quietud del valle del Silencio se escucha hasta el siseo de las hojas de los castaños cuando planean hacia el suelo. Hace un rato llovía sobre este rincón sin cobertura, alfombrado de ocres, pero a media tarde el cielo se muestra generoso e ilumina el paisaje: las laderas de robles y castaños, las primeras nieves en la estación de esquí de El Morredero o el runrún del Oza, el río del que bebe Ponferrada. Unos kilómetros más arriba está Peñalba de Santiago, casi desierto entre semana, un pueblo reconstruido con pizarra, desde las calles a los tejados, con sus balconadas de madera, en el que destaca un pequeño tesoro, la iglesia mozárabe de Santiago. Con el motor del coche apagado, este trago de silencio se antoja más valioso que un cheque en blanco.
No lejos de Peñalba, el núcleo urbano más conocido del valle, «lleno» los fines de semana, aparecen las casas desperdigadas de Montes de Valdueza, una versión de Peñalba sin maquillar, en estado puro, con otra sorpresa en su interior, el inmenso monasterio de San Pablo —casi más grande que el resto del pueblo—, fundado en el siglo VII por San Fructuoso, abandonado a raíz de la invasión musulmana y reconstruido en 895 por San Genadio. La desamortización de Mendizábal lo dejó sin vida, aunque hoy un cartel anuncia un modesto presupuesto para empezar a restaurarlo. El monasterio, tan bello como desconocido, es un buen ejemplo del Bierzo oculto, comarca de paso que reclama protagonismo con un proyecto nuevo en el que se que mezclan senderismo, turismo rural y planes de desarrollo.
La idea de La Mirada Circular nació en la escuela de ingeniería agroforestal de la Universidad de León en 2004. En la mente del profesor Alfonso Fernández-Manso suelen aletear fórmulas para mejorar el futuro del Bierzo, donde conviven una gran ciudad (Ponferrada) con pueblos de cinco, ocho o doce vecinos; una fotografía muy conocida, las Médulas, con rincones tan bellos como poco pisados. El mapa de la comarca, casi un círculo perfecto, aportó el toque final al plan: se trataba de abrazar el perímetro exterior de esta esquina leonesa, el más necesitado de una inyección de vida, con una ruta de senderismo que pudiera traer visitantes y negocio. Una vez la tormenta de ideas se puso negro sobre blanco, Fernández-Manso y sus colaboradores dibujaron un recorrido de 330 kilómetros dividido en quince etapas no excesivamente largas ni complicadas, de quince o veinte kilómetros.
En cada una de esas etapas hay un mojón por el que merece la pena echar a andar y luego detenerse para saborearlo con calma. Un pueblo, un árbol, una de las pallozas que construían los ganaderos en los pastos altos. Estamos en uno de esos lugares que sólo existen en las postales, la Morteira de los Camposos. Las «morteiras» son bosques salvajes de la cabecera de los arroyos, laderas de árboles apretados, helechos, acebos, humedad, el sonido de un animal que viaja más rápido que nuestros ojos. En la de los Camposos podríamos echar el día entero, rodeados de acebos, castaños y robles que no pueden abrazar cuatro hombres. Y, alrededor, siempre el agradable arrullo del agua, en cualquier época del año. Una fuente, un cauce, una cascada.
Aquella bombilla que se encendió en la Universidad pasó en 2006 al Consejo Comarcal de El Bierzo, y hace seis meses, a la Fundación Ciudad de la Energía, con sede en Ponferrada. José Angel Azuara, su director, asegura que una de sus misiones es recuperar el patrimonio, con iniciativas como el futuro Museo Nacional de la Energía, un museo del carbón o la recopilación de la memoria fotográfica de la zona. «¿Cómo pones en valor todo eso? Nosotros creemos en un cruce de desarrollo tecnológico y territorial. Por eso, cuando vino a verme Alfonso para presentarme su Mirada Circular me pareció una idea tan atractiva, porque no es sólo un camino para andar, sino una manera de que al lado se abra un restaurante, un hotel, una empresa de guías… Al cabo, desarrollo». Azuara sabe que no es fácil y que la competencia aprieta (empezando por el Camino de Santiago, que pasa por el Bierzo) pero confía en la espectacularidad de los paisajes, en la bondad del proyecto y en el efecto «boca a oreja».
Nadie que se acerque hasta los pies del Campano, el castaño milenario de Villar de Acero, podrá dejar de contarlo. La inmensidad de sus troncos impone y, en cierto modo, intimida. Provoca esa clase de mutismo que sigue al asombro. Su corteza agrietada recuerda una cara llena de arrugas, pero las ramas parecen sanas y dicen que de aquí se han sacado tres carros de castañas. Es curioso cómo funciona la propiedad del campo en estas tierras. El bosque es del municipio, pero los castaños son de particulares, que a menudo vigilan desde una silla que nadie se lleve los frutos durante la época de la recolección. Vemos esas sillas en el camino, atadas a un árbol, en un sendero cualquiera de los Ancares, mientras dos mujeres doblan la espalda.
Con la intervención de la Fundación Ciudad de la Energía, la apuesta de La Mirada Circular ha ganado vuelo, presupuesto y velocidad. Ya están preseñalizados los 330 kilómetros de recorrido, y las máquinas trabajan para canalizar las bajadas de agua y para arreglar pistas y senderos, en busca de esa apariencia pulcra de las vías verdes. De momento, estos días La Mirada se ha presentado en Intur y a principio de año irá a Fitur, con las imágenes de las montañas que rodean la ruta: los Ancares, Gistredo, los Aquilianos y la sierra de la Lastra, donde lucen los tonos rojizos de las Médulas. Muchos picos rondan los dos mil metros, mientras que treinta kilómetros hacia el interior del círculo, en Ponferrada, no se llega a los quinientos. Así es el Bierzo: mil caras en un pequeño círculo.

DE LAS MÉDULAS A LOS UROGALLOS
Las etapas. Los quince tramos de La Mirada Circular abrazan El Bierzo en su integridad. Desde Peñalba de Santiago hasta Las Médulas, pasando por las pallozas (viviendas que usan los ganaderos en los pastos de verano, con techos de centeno) de Campo del Agua o la zona de los urogallos en Folgoso de Ribera. En total, 330 kilómetros, uno de los proyectos de turismo rural más importantes de Europa, que empieza a dar sus primeros pasos.
Primera cita, el día 1. Durante los próximos meses se van a organizar rutas para descubrir los distintas tramos de La Mirada Circular. La primera cita es el 1 de diciembre, para cubrir el itinerario entre Peñalba de Santiago y la Herrería de Compludo. La salida será a las 8.00 de la mañana de la plaza de Lazúrtegui (Ponferrada). Reservas: 987 45 63 23. Gratis. Traslado en autobús.
Caminos naturales. La Mirada Circular se incorporará al «Programa de Caminos Naturales», basado en acciones encaminadas a dar un uso alternativo a vías pecuarias, líneas de ferrocarril, carreteras abandonadas o caminos «históricos» caídos en desuso.

Internet también forma parte del plan
La ruta alrededor de la comarca de El Bierzo es una realidad. Están los caminos, los paisajes, los pueblos, esos dos corzos que nos salen al paso en un rincón de los Ancares. Pero sus organizadores pensaban que, además, en un proyecto I + D + I era esencial una presentación atractiva en internet. El resultado es espectacular, con infinidad de detalles para conocer el itinerario antes de salir de casa. Mediante la tecnología GPS y Google Earth podemos descargarnos todos los planos e indicaciones necesarias para echar a andar, o para programar un navegador y realizar los paseos. También se han colgado audioguías en formato podcast, que pueden descargarse en cualquier reproductor mp3 o iPod. La web incluye información actualizada sobre el tiempo. Se ha creado un perfil de cada una de las quince etapas, con información sobre su dificultad, el mapa en formato PDF, un vídeo y una galería de fotos. Una serie de ortofotografías tomadas desde aviones muestran toda la ruta, con tanto detalle como se desee. Y, por último (aunque la página, que ya registra 35.000 accesos diarios, tendrá pronto más novedades) se han añadido datos sobre los restaurantes y hoteles más cercanos en cada caso.
www.lamiradacircular.com / Consejo Comarcal del Bierzo: 987 42 35 51 / www.ccbierzo.com

lunes, 29 de octubre de 2007

Terceira, las Azores más españolas

Un mirador, y al otro lado del puerto, un fuerte, una historia. Hasta hace unos minutos, la muralla, de cuatro kilómetros, era un boceto entre la niebla y la lluvia, pero súbito, como no es infrecuente en las Azores, el viento ha despejado el cielo, y el castillo de San Juan Bautista, antes de San Felipe, luce en toda su inmensidad. Dicen que es la mayor fortaleza construida por España en el mundo, en el monte de Brasil, sobre la bellísima bahía de Angra do Heroísmo. Desde aquel lugar los soldados españoles protegían los barcos que llegaban de América con sus vientres cargados de plata. Hoy, un destacamento del Ejército portugués custodia el fuerte, aunque su vida parece bastante más relajada que la de los cañoneros de Felipe II. Incluso invitan a un café a los turistas, a media tarde, mientras el Atlántico azota las rocas sin compasión.
Muchos barcos y muchos hombres han sido devorados por estas aguas fieras. Los expertos creen que en el fondo del mar hay cientos de navíos, algunos con sus tesoros intactos, a la espera de una Odyssey cualquiera. En cuanto a las personas, nuestras tropas perdieron su primer asalto en 1581, en la batalla de Salga, en la que participaron Cervantes y Lope de Vega, y triunfaron en el segundo, 1583, dirigidas por Don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. «Los azorianos esperaron al ejército español en lo alto de una colina y arrojaron sobre él rebaños de toros enfurecidos…», escribió Antonio Tabucchi en «Dama de Porto Pim». El castillo, levantado en 1592 por orden de Felipe II, tenía cuatrocientas piezas de artillería en un área de tres kilómetros cuadrados.
Entre el mirador dedicado a los afanes liberales de Pedro IV, el Outeiro da Memoria, y el viejo castillo descansa Angra do Heroísmo, Patrimonio Mundial de la Unesco. Los periódicos y los libros dicen que el 1 de enero de 1980, un terremoto destruyó gran parte de sus edificios, pero tras la impecable restauración, si no lo supiéramos, diríamos que su estructura urbana, de calles rectilíneas, y sus casas, zurcidas con piedra porosa de origen volcánico, son como eran en el siglo XVI. No hay vallas de publicidad, ni edificios altos, ni siquiera un McDonalds. Sólo coches, eso sí, y no muchos en cuanto abandonamos Angra. La ciudad, como la isla, dormita en la historia, con sus iglesias, con esas casas entre el blanco de las fachadas y los amarillos o azules del cerco de las ventanas y puertas, con las calzadas de adoquines de piedra basáltica.
Hay más rastros españoles en la isla, por ejemplo en el bar que acoge la «Tertulia tauromáquica terceirense», junto a la plaza de toros. Los parroquianos apuran una cerveza rodeados de carteles de las ferias locales, o de alguna otra como la de Cuéllar, en Segovia. Los animales para el ruedo —en Portugal no se matan, como se sabe— llegan al centro del Atlántico en barco, desde la península, pero en las zonas altas de la isla se crían otros toros destinados a la gran fiesta de Terceira, la Vaca das Cordas. La escena se repite trescientas veces entre mayo y octubre, en cualquier pueblo. Una cuerda rodea el cuello del toro, que persigue a los corredores por un itinerario señalizado. Algunos consiguen esquivar sus embestidas, otros se refugian en el mar y no pocos vuelan por los aires, antes de que quienes sujetan la cuerda logren impedirlo, entre las risas del público.
Terceira tiene 29 kilómetros de largo por 17,5 de ancho, y la habitan unas 55.000 personas. Es fácil recorrerla en coche y a pie, por carreteras y caminos poco transitados, o incluso adentrarse en los trillos, senderos que cruzan las zonas más elevadas, como en la Reserva Forestal Natural do Biscoito da Ferraria. La tierra rojiza contrasta aquí con el verde intensísimo del cedro o la laurisilva, y lo hace de una forma tan poderosa que resulta difícil apartar la mirada. Llovizna otra vez. Aparece un lago entre los árboles. Y, al cabo, la Gruta do Algar do Carvâo, un capricho de la naturaleza. Es una caverna volcánica creada durante una erupción hace un par de milenios. En los techos hay estalactitas y estalagmitas formadas por depósitos de ácido silícico, algo muy poco común en la zona. El descenso por esta chimenea de cien metros de profundidad resulta sencillo.
En Terceira hay alguna playa y la temperatura del agua es aceptable (entre 16 y 22 grados, según la época del año), pero éste no es ni mucho menos un destino de sol y playa, sino de historia y naturaleza. Quien busque un baño puede encontrarlo en Praia da Victoria, la segunda ciudad de la isla, o en algunas de las piscinas naturales acondicionadas en recodos formados con piedra volcánica. Tras las rocas, esta tarde se agita el Atlántico. Los viejos pescadores de los alrededores suelen decir que las Azores son islas del mar de abril a septiembre y de agricultura y ganadería en invierno, cuando el océano se torna ingobernable.
La isla del «trío de las Azores», Bush, Blair y Aznar (la base militar estadounidense en Terceira llegó a sumar 5.000 efectivos durante la guerra fría, y aún tiene unos 3.000), recuerda otras fotos que han amasado su historia. Ésta fue «tierra de destierro» para muchos liberales a finales del XVIII, y el lugar donde empezó a nacer la revolución liberal portuguesa de principios del siglo XIX. De ahí el apellido de Heroísmo del que presume la capital, Angra.
Azores está lejos de cualquier lado, de América y de Europa, islas perdidas en el corazón del Atlántico. Quizá por eso tan poco visitadas por el turismo de masas, y tan apetecibles para cualquier viajero curioso que se adentre en estas tierras con el libro de Tabucchi entre las manos, o con «Mal tiempo en el canal», de Victorino Nemesio, nacido en Angra, la mejor novela sobre las Azores, según el escritor Enrique Vila-Matas. La información meteorológica y los anticiclones han hecho mucho para situar esta esquina en el mapa. El paisaje que vemos al despedirnos hace mucho más para invitarnos a volver.