«Y luego hablan de Teruel», se queja Ramón Comes, guía turístico. Tarragona, en efecto, también clama contra su invisibilidad, a todas luces injusta. Su patrimonio de la época romana es tan apabullante que resulta difícil comprender por qué tantos millones de pernoctaciones en la Costa Dorada no dejan un rastro significativo en esta pequeña y manejable ciudad, en la que a casi todos los sitios se puede llegar andando: a la playa vacía en invierno, donde dos enamorados se besan esta tarde junto a un mar agitado y frío, o a los restos de la época de esplendor de la ciudad, cuando Tarraco era la capital de la Hispania Citerior Tarraconensis y aquí vivían los emperadores Augusto y Adriano.
En el año 2000 ese patrimonio fue incluido en la lista del Patrimonio Mundial de la Unesco. Cuando se conoció la noticia, Montserrat Pascual, directora del Patronato de Turismo, recibió una llamada sorprendida de alguien de Barcelona. «¿Pero qué tenéis de nuevo?», le preguntaron. En realidad, nuevo, nuevo… no había nada. Tarragona tiene más de lección de historia magníficamente integrada en la vida cotidiana. La oficina de Monserrat está en el corazón de aquella época, junto a la actual catedral. Bajo la nave central parece que se halla el templo de César Augusto, o al menos así lo creen los arqueológos que han realizado una primera prospección geofísica en el subsuelo. La catedral está en plenas obras de remodelación, lo que permitirá –quizá a lo largo del próximo año- realizar una segunda fase de análisis que confirme la sospecha.
Casi cada obra que se ejecuta en Tarragona araña un pedazo del pasado. A mediados de noviembre, por ejemplo, el Ayuntamiento paralizó la construcción de una guardería porque los picos y las palas dejaron al descubierto un muro de hace dos mil años. En realidad, la construcción en la ciudad requiere por ley pasar el listón de una cata arqueológica. No en vano toda la zona centro fue una de las grandes urbes del imperio romano, en ocasiones tan bulliciosa como Roma, según decía Adriano, en la que vivieron 40.000 personas, con su anfiteatro para doce mil personas, el teatro para ocho mil, el circo para treinta mil, el templo, el acueducto, el foro. Con el puerto a sus pies, y el Mediterráneo como inmenso campo de operaciones comerciales y militares.
Las legiones de Cneo Cornelio Escipión desembarcaron en el invierno del 218 a.C.. Ampurias les había parecido una tierra difícil de defender, demasiado plana, azotada por la inquietante tramontana. Tarragona, en cambio, era perfecta, «la ciudad de la eterna primavera», como la inmortalizó el emperador Adriano. Y con mucha piedra en los alrededores para construir, procedente de la cantera del Medol, por ejemplo. La muralla que rodeaba la ciudad medía cuatro kilómetros, de los que permanecen en pie mil cuatrocientos cincuenta metros. Esa muralla abraza hoy el barrio medieval, otra ruta imprescindible para el visitante, en pleno casco histórico y en pleno proceso de reforma. Las fachadas vuelven a recobrar sus tonos pastel, como hace unos cuantos siglos.
Lo medieval y lo romano se mezclan e integran en los edificios modernos, como en la sede que La Caixa ha abierto en la plaza del Ayuntamiento. Los muros del foro envuelven los ordenadores, y el despacho del director, no sabemos si incómodo porque los turistas se asomen a su trabajo cotidiano. En realidad, en cada edificio de esa plaza hay un detalle de piedra, rastros que nos llevan al siglo II. Tarraco se levantó en tres grandes terrazas: la del templo, la del foro y la del circo. Las tres son perfectamente visibles en los restos que han ido apareciendo en sucesivas épocas de excavaciones, y que convierten todo el centro en un museo al aire libre. Cerca hay otro museo en sentido estricto, el Arqueológico, lleno de objetos con el sello de Roma, esculturas, una colección de 1.200 inscripciones, el fabuloso mosaico de Perseo y Andrómeda, hallado en la cantera del puerto en el siglo XIX. Pilar Sada, conservadora, lo muestra con verbo apasionado. Pronto, el museo tendrá nueva sede, con el propósito de que este rastro histórico luzca más.
El paseo continúa en dirección al pretorio, donde se halla el magnífico sarcófago de Hipólito, y por las bóvedas que sustentaban las gradas del circo. Hay un tramo de noventa y tres metros. «En muchos sitios, lo que fue Roma está en los museos, pero aquí se puede ver y tocar», afirma Ramón Comes. Extiende los brazos y muestra los límites de lo que fue el enorme circo. Y, unos minutos después, el plato fuerte en la ciudad, el anfiteatro con vistas al mar que, a media tarde, brama inquieto. En esas aguas gobernó, guerreó y comerció Roma, cuando el imperio convirtió Tarraco en una de sus capitales. Hoy, la amable capital busca futuro en aquel pasado.
Abc Viajar
viernes, 18 de enero de 2008
Tarragona: inmersión en Roma
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