Kilómetros de playa casi salvajes, sin hileras de hoteles «todo incluido». Un arenal aún virgen, en el noreste de Brasil, lejos de la crisis
De Viajes |
A las nueve, después del desayuno, en Puerto de Galinhas se acumulan los curiosos. El sol vertical del verano sureño lame la piel e ilumina una costa trufada de arrecifes que la marea baja aún deja a la vista. A eso de las diez subirá el agua, y el espectáculo no regresará hasta el día siguiente. A decenas de metros de la costa, las rocas forman unas piscinas naturales en las que zambullirse rodeados de peces de colores que siempre se quedan en estas cavidades cuando el mar se retira. Hay quien se ha traído unas gafas de buceo para apreciar este pequeño milagro de la naturaleza. A lo lejos, la arena, el día que se despereza.
Varias decenas de jangadeiros aguardan en sus barcas tradicionales de pesca para llevar a los viajeros hasta las piscinas. Llegan casi al amanecer, con la vista puesta en el mar que, al menos entre los arrecifes y la costa, es cálido y tentador. Invita a pasar la vida en el agua, con algún descanso para tomar un zumo de mango, una piña colada o un aperitivo de aratú, una especie de cangrejo cocinado con leche de coco. Los jangadeiros son los pescadores tradicionales de la costa brasileña, aunque dedican algunas horas a llevar a los turistas a las piscinas naturales. Cobran ocho reales, algo menos de tres euros, y explican con un portugués dulce y suave la historia de cada piscina, de cada recodo.
Al sur de Recife, en el estado de Pernambuco, la vida es playa. Brasil, un continente con muchas caras, vive aquí con los pies mojados en el agua, mientras sus gestores sueñan cómo construir un negocio turístico en este paraíso natural curiosamente desatendido (aún) por las multinacionales. Desde cerca de la playa de Muro Alto, Marco Antonio camina cada mañana hasta la punta de Ocaporâ, y, si tuviera tiempo, iría más allá, hasta Puerto de Galinhas, por ejemplo, el centro de actividad nocturna de la región, donde unos niños bailan capoeira a la luz de la luna. Los turistas, mientras tanto, se gastan los reales en las tiendas de una calle comercial. Una camiseta, unos pendientes, algún objeto de artesanía, o una cerveza fría sentados ante el mar ya oscuro, acunados por la brisa de la noche recién estrenada.
Los «bugueiros» son otros personajes principales en el paisaje del litoral. Conducen felices como niños los «buggys», una especie de quad con cuatro pasajeros. Están por todas partes. El coche vuela sobre arenales solitarios abrazados por palmeras. Esta vez, el «bugueiro» nos cobra veinticinco reales (unos diez euros) para ir a la playa de Maracaipe, un lugar en el que las olas, violentas a media mañana, se antojan un paraíso para los surfistas. Sólo arena y mar bravo en el horizonte. Algunos ya cabalgan sobre sus tablas. Otros, que se acercaban en sus bicis mientras el buggy levantaba polvo a su lado, llegarán pronto.
Hasta la playa serpentea el río Marcaipe, el comienzo de los manglares. Antonio aprieta con fuerza una vara, y su jangadeira, la «Sirena», se desliza camino de un rincón de belleza desconcertante. Dice Antonio que él es el primer interesado en cuidar el medio ambiente, en que nadie pesque en esta reserva natural, en que la vida permanezca como siempre ha sido: le va en ello su empleo. Los turistas prefieren creerle, mientras se fotografían con caballitos de mar, con cangrejos azules, con los chié, un crustáceo minúsculo clave en la cadena alimenticia de la zona, o con las raíces de los manglares, que crecen hacia el sol en busca de oxígeno. En un recodo del río que casi parece una playa, una zambullida sabe como un bocado de gloria.
A esta costa llegaban los barcos cargados de esclavos para trabajar en las plantaciones de la caña de azúcar. En la bodega de los cargueros viajaban negros de África, y arriba, en cubierta, las gallinas, una señal de que la «mercancía» estaba a bordo. Hoy, Puerto de Galinhas vende sol y playa, alegría de vivir, a la que no es ajena el precio casi ridículo de la cachaça (poco más de un euro el litro). Tumbados sobre una hamaca, los turistas ven pasar a vendedores de artesanía, a camareros con una bandeja llena de croquetas, a la señora Amara, que trae el delicioso aratú, y a dúos de trovadores, que improvisan sones picantes, aduladores o culturales, según el cliente.
La música corre por las venas… y por las calles. Una noche, frente al puerto, se confunden los conciertos improvisados. Washington, un hombre de negocios que montó un restaurante para retirarse en este apacible lugar, toca el violín, mientras un amigo entona canciones brasileñas. En la calle, un grupo de amigos celebra los tres lustros de un bar de puerto, el Giroskka, y una chica rasga la guitarra con optimismo desbordante. Suena la noche. Alberto y Pedro, dos portugueses que ganaron el viaje en un concurso de Rock in Rio, han descubierto un local donde se baila ferro —una especie de insinuante lambada— hasta la madrugada. Al abrir la puerta del local, alguien tararea: «Eu quero ser feliz».
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