Abc Viajar

viernes, 1 de agosto de 2008

Las Vegas en alta mar

Al subir a un crucero hay que presentar el pasaporte. Aunque no se planee salir de Europa. El trámite tiene su explicación legal, las aguas internacionales, esas cosas, pero plantea además un valor simbólico. La ventanilla de documentación es la frontera de un mundo ajeno a las calles de Londres y Dover (en este caso), al puerto que acabamos de cruzar, una especie de espejo de Lewis Carroll. Al otro lado de la pasarela el mundo parece de otra manera, aunque aquí, al menos una noche, también haga falta corbata. ¿Se la pondría Steve Jobs?

El territorio de los cruceros vive momentos de gloria. Se inauguran nuevos barcos, se pergeñan proyectos majestuosos, crecen (sobre todo en España) las cifras de viajeros y se amplían casi hasta el infinito las opciones de elegir el estilo del barco o el destino. A mediados de julio se hizo a la mar la última de estas pequeñas ciudades, el "Carnival Splendor", una curiosa fotocopia de Las Vegas repintada de rosa (rosa y más rosa), de viñetas de cómics en las paredes y de mesas de juego. Una cantante rubia con aspecto de Arkansas (o así) entona el "Johnny B. Good" para dar la bienvenida a los primeros viajeros, camino del Norte de Europa.
Los barcos de cruceros de otros tiempos se quedaban en una cubierta, una piscina y neones blanquecinos en los pasillos. Nada estimulante. Los de ahora son pequeñas ciudades, grandes hoteles o centros comerciales flotantes, como prefiera, con una zona de ocio cada vez más sofisticada: bares de todos los estilos, ascensores silenciosos, comida hasta decir basta, discoteca, teatro y espectáculo musical, cine en la piscina, spa, casino, tiendas, alquiler de ropa formal para la noche de gala... casi cualquier cosa para disfrutar y/o gastar entre parada y parada, porque ya se sabe que el negocio de las navieras está en el consumo abordo, en los extras que van más allá del "todo incluido" contratado, en el uso de la tarjeta de la habitación, que funciona como único medio de pago.
En el "Carnival Splendor", una tarde de julio en Dover, aún huele a nuevo, a nervios, a ¿saldrá bien? Una buena parte del personal procede de otros barcos de la compañía, pero siempre queda la duda. Van los camareros de un lado a otro con cócteles de champán o daiquiris de mango. Van los empleados en busca de su nuevo centro de trabajo. Juan, hondureño, lleva diez años en los barcos. Trabaja siete meses y libra dos. Mañana espera con ansiedad la llegada a Amsterdam para descubrir la ciudad que sólo conoce por las fotos. "Estoy poco con mi familia, pero nunca hubiera visto el mundo sin este trabajo", afirma.
El Carnival Splendor tiene una capacidad para 3.006 pasajeros (1.503 camarotes) y 1.160 tripulantes, un complejo turístico construido con grandes números (113.300 toneladas, un coste de 500 millones de dólares) y muchas curiosidades (como esos animales hechos con una toalla, seña pelín cursi de identidad de Carnival, convenientemente colocados cada noche en las habitaciones).
En realidad, en esta Las Vegas flotante abundan los detalles voluntariamente "kitsch", los neones de colores para guiarnos en la zona de los bares, el espectáculo de baile de los camareros durante la cena, las viñetas de cómics en los pasillos... Al principio sorprende, pero luego ocurre como en las misiones imposibles de las películas de acción, que llegan a parecer perfectamente reales. Estamos en algo parecido a un parque de atracciones, y lo mejor es disfrutarlo como es.
Porque un posible plan abordo es toda una tentación. Veamos: desayuno en el buffet o a la carta, un rato en el gimnasio, piscina y jacuzzi en cubierta, quizá una partida en la sala de videojuegos, comida (hay tanto para elegir que no tendrá problemas), siesta en la habitación, sol y lectura en cubierta, jacuzzi y masaje en el spa, un vistazo a las tiendas (precios, en dólares), cena (una noche, de gala, con corbata y chaqueta para ellos), un musical en el teatro, una cita con la suerte en el casino, y, al cabo, copas y discoteca en los locales de las plantas cuarta y quinta, en el Piano Bar, donde el cantante le entona "Pretty Woman" a una chica que se despide de soltera.
Al día siguiente, vendrá un día en tierra, una ocasión para visitar una ciudad (en nuestro caso, Amsterdam). Y al volver al Splendor, tras cruzar la pasarela, de nuevo el mundo irreal.

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