De Vietri a Positano hay 40 kilómetros. Sin parar, hora y media en coche. Las dos cifras dan idea de la dificultad de la carretera, pero no de la belleza de estos pueblos de casas blancas y ventanales asomados al Mediterráneo. He aquí un recorrido por la costa exquisita del sur de Italia, cerca de Nápoles
Una gaviota alza el vuelo y bordea los acantilados en busca de una roca apetecible desde la que observar el atardecer. Es un acontecimiento banal, pero la calma absoluta, el Mediterráneo en primavera y la piscina, aún desierta, colgada sobre el mar, invitan a descansar la mente, a detenerse en los detalles insignificantes. Una pareja que llega al hotel, una novela de Andrea Camilleri, las bombillas amarillentas que empiezan a encenderse en las casas que trepan ladera arriba, y esa gaviota que se recorta en el cielo.De Viajes
La costa amalfitana es un zigzag de rocas que comienza enVietri, una carretera cosida con curvas y paciencia a la que más vale enfrentarse con biodramina y fuerza de voluntad para no caer víctimadel síndrome de Ulises y las sirenas, del paisaje en este caso. Rafaele Amaro tiene muchos años de experiencia al volante en el infierno de Nápoles —ese microcosmos de tráfico intimidante, ruido, basura y encanto sureño y caótico— como para despistarse por un puñetazo de belleza, por violento que sea. No ocurrirá nada… más allá de un frenazo oportuno o una maldición en voz queda. «Maradona era mejor que Pelé», espeta, mientras deja pasar a algún conductor impaciente y quejica.
El minibús deja la autopista, con el Vesubio a nuestra espalda, para seguir el rastro de nombres que suenan a postales de sol y felicidad: Vietri, Cetara, Maiore, Amalfi, Ravello y, al cabo, Positano, un anfiteatro de casas acunado por el mar en el que se han rodado secuencias de «El talento de míster Ripley», «Only you» o «Bajo el sol de la Toscana». En la primera curva, el grupo de viajeros le grita al conductor como pinchados por un anzuelo: «¡Pare, por favor, foto, foto!». Y sólo es el principio.
Aunque el principio, en realidad, nos podría llevar muy atrás, a la época en que los romanos acosados por los invasores buscaban refugio en estos acantilados, o a los siglos IX-X, cuando en Amalfi se fundó la primera República del Mar italiana (antes que en Génova, Pisa y Venecia), a los años en que en estos puertos corría el dinero procedente de los intercambios comerciales conÁfrica (la venta de madera, por ejemplo). Ha pasado mucho tiempo, pero ya se sabe que quien tuvo, retuvo. Ahora, el turismo es el maná. «Un piso de setenta metros desde el que se vea el mar no baja de ochocientos mil euros», dice Umberto, vecino de Maiore. «Aquí vienen muchos americanos e ingleses, pero los italianos vamos a la playa más al sur, a la zona de Cilento», añade Patrizia.
Los primeros turistas que aparecieron por esta esquina del sur de Italia fueron intelectuales y artistas del norte de Europa, fascinados por el descubrimiento en 1826 de la Gruta Azul en la cercana Capri. Uno de ellos fue Richard Wagner, que halló en Villa Rufolo, en el centro de Ravello, las musas necesarias para diseñar parte de los escenarios de «Parsifal». Esta tarde, en la plaza del pueblo dos parejas de recién casados —estadounidenses, lo que habla de esta costa como imán— se fotografían acaramelados en esquinas de cal y piedra, junto a la iglesia, en las callejuelas y en los jardines por los que paseó el compositor alemán. En mayo al menos, todo es un reino de paz, de buganvillas, con el gran azul más allá del vértigo. En un escenario colgado literalmente sobre ese mar, al anochecer, se celebran cada verano los conciertos
del Festival Wagner.
Ravello es un retiro exclusivo y exquisito que siempre ha mantenido relaciones íntimas con los millonarios y con los artistas. En algunas de estas casas han pasado temporadas Toscanini, Leonard Bernstein, Rostropovich, Giovanni Boccaccio, Paul Valéry, Graham Green, Tennesse Williams, Rafael Alberti, Gore Vidal o D. H. Lawrence, quien escribió aquí algunos capítulos de «El amante de LadyChatterley».
A nosotros, el atardecer nos devuelve a la realidad y a la carretera, camino de Amalfi. El sol lame los montes Lattari, la roca cortada en terrazas en las que crecen los famosos limones de la costa amalfitana, los castaños jóvenes con los que se construyen las pérgolas que abundan en los jardines. Dicen que durante el esplendor de la república de Amalfi se trajo tierra del Nilo para mejorar los cultivos de estas laderas pedregosas. En las terrazas de la plaza de
Amalfi sirven limoncello, crema o helado de limón (bien, también otras cosas). En frente, la catedral en la que reposan los restos de San Andrés desde hace ochocientos años. Y, un poco más allá, los sonidos del puerto, una brisa suave, y las playas, que no son, vale la pena aclararlo, la principal virtud de esta costa. Las calles de Amalfi son estrechas y blancas, salpicadas de puestos en los que se venden limones, souvenirs o «viagra natural» (una guindilla picante, el peperoncino). En los siglos belicosos, estas mismas callejuelas podían cerrarse con puertas en compartimentos estancos en los que los enemigos quedaban atrapados de una manera muy diferente al anzuelo que hoy engancha a los turistas.
Positano es el pueblomás conocido de estos cuarenta kilómetros vertiginosos. Sus casas y las estrellas del cine zascandilean por nuestra memoria de papel cuché. Visto desde lo alto de la montaña, es el palco de platea de un teatro cuyo escenario es el mar. Un rincón abrigado de casas blancas y cuestas que cuestan. Sus calles, estrechísimas y blancas, recuerdan un zoco árabe, aunque mucho más luminoso y, ay, bastante más caro. La moda de Positano, como luego la de Ibiza, ha causado furor durante décadas. En estas tiendas compraba Jackie Kennedy, y miles de turistas cada año encargan ahora sus sandalias a medida, para recogerlas casi en el momomento. El Mediterráneo brilla alrededor como un tesoro recién descubierto.
Abc Viajar
lunes, 1 de diciembre de 2008
Costa amalfitana, otras curvas vertiginosas
viernes, 21 de noviembre de 2008
Puerto de Galinhas: La vida es playa
Kilómetros de playa casi salvajes, sin hileras de hoteles «todo incluido». Un arenal aún virgen, en el noreste de Brasil, lejos de la crisis
De Viajes |
A las nueve, después del desayuno, en Puerto de Galinhas se acumulan los curiosos. El sol vertical del verano sureño lame la piel e ilumina una costa trufada de arrecifes que la marea baja aún deja a la vista. A eso de las diez subirá el agua, y el espectáculo no regresará hasta el día siguiente. A decenas de metros de la costa, las rocas forman unas piscinas naturales en las que zambullirse rodeados de peces de colores que siempre se quedan en estas cavidades cuando el mar se retira. Hay quien se ha traído unas gafas de buceo para apreciar este pequeño milagro de la naturaleza. A lo lejos, la arena, el día que se despereza.
Varias decenas de jangadeiros aguardan en sus barcas tradicionales de pesca para llevar a los viajeros hasta las piscinas. Llegan casi al amanecer, con la vista puesta en el mar que, al menos entre los arrecifes y la costa, es cálido y tentador. Invita a pasar la vida en el agua, con algún descanso para tomar un zumo de mango, una piña colada o un aperitivo de aratú, una especie de cangrejo cocinado con leche de coco. Los jangadeiros son los pescadores tradicionales de la costa brasileña, aunque dedican algunas horas a llevar a los turistas a las piscinas naturales. Cobran ocho reales, algo menos de tres euros, y explican con un portugués dulce y suave la historia de cada piscina, de cada recodo.
Al sur de Recife, en el estado de Pernambuco, la vida es playa. Brasil, un continente con muchas caras, vive aquí con los pies mojados en el agua, mientras sus gestores sueñan cómo construir un negocio turístico en este paraíso natural curiosamente desatendido (aún) por las multinacionales. Desde cerca de la playa de Muro Alto, Marco Antonio camina cada mañana hasta la punta de Ocaporâ, y, si tuviera tiempo, iría más allá, hasta Puerto de Galinhas, por ejemplo, el centro de actividad nocturna de la región, donde unos niños bailan capoeira a la luz de la luna. Los turistas, mientras tanto, se gastan los reales en las tiendas de una calle comercial. Una camiseta, unos pendientes, algún objeto de artesanía, o una cerveza fría sentados ante el mar ya oscuro, acunados por la brisa de la noche recién estrenada.
Los «bugueiros» son otros personajes principales en el paisaje del litoral. Conducen felices como niños los «buggys», una especie de quad con cuatro pasajeros. Están por todas partes. El coche vuela sobre arenales solitarios abrazados por palmeras. Esta vez, el «bugueiro» nos cobra veinticinco reales (unos diez euros) para ir a la playa de Maracaipe, un lugar en el que las olas, violentas a media mañana, se antojan un paraíso para los surfistas. Sólo arena y mar bravo en el horizonte. Algunos ya cabalgan sobre sus tablas. Otros, que se acercaban en sus bicis mientras el buggy levantaba polvo a su lado, llegarán pronto.
Hasta la playa serpentea el río Marcaipe, el comienzo de los manglares. Antonio aprieta con fuerza una vara, y su jangadeira, la «Sirena», se desliza camino de un rincón de belleza desconcertante. Dice Antonio que él es el primer interesado en cuidar el medio ambiente, en que nadie pesque en esta reserva natural, en que la vida permanezca como siempre ha sido: le va en ello su empleo. Los turistas prefieren creerle, mientras se fotografían con caballitos de mar, con cangrejos azules, con los chié, un crustáceo minúsculo clave en la cadena alimenticia de la zona, o con las raíces de los manglares, que crecen hacia el sol en busca de oxígeno. En un recodo del río que casi parece una playa, una zambullida sabe como un bocado de gloria.
A esta costa llegaban los barcos cargados de esclavos para trabajar en las plantaciones de la caña de azúcar. En la bodega de los cargueros viajaban negros de África, y arriba, en cubierta, las gallinas, una señal de que la «mercancía» estaba a bordo. Hoy, Puerto de Galinhas vende sol y playa, alegría de vivir, a la que no es ajena el precio casi ridículo de la cachaça (poco más de un euro el litro). Tumbados sobre una hamaca, los turistas ven pasar a vendedores de artesanía, a camareros con una bandeja llena de croquetas, a la señora Amara, que trae el delicioso aratú, y a dúos de trovadores, que improvisan sones picantes, aduladores o culturales, según el cliente.
La música corre por las venas… y por las calles. Una noche, frente al puerto, se confunden los conciertos improvisados. Washington, un hombre de negocios que montó un restaurante para retirarse en este apacible lugar, toca el violín, mientras un amigo entona canciones brasileñas. En la calle, un grupo de amigos celebra los tres lustros de un bar de puerto, el Giroskka, y una chica rasga la guitarra con optimismo desbordante. Suena la noche. Alberto y Pedro, dos portugueses que ganaron el viaje en un concurso de Rock in Rio, han descubierto un local donde se baila ferro —una especie de insinuante lambada— hasta la madrugada. Al abrir la puerta del local, alguien tararea: «Eu quero ser feliz».
domingo, 9 de noviembre de 2008
Olinda: la paz de un domingo azul
La música avisa antes de doblar la esquina, un poco más allá de la casa donde vivió el cantante Alceu Valença. Atardece en la ciudad empedrada. La luz, al fin suave tras un día de sol doloroso, ilumina la entrada de uno de los «blocos» de Carnaval más populares de Olinda, ciudad Patrimonio de la Humanidad, un pequeño tesoro excelentemente conservado, a tiro de piedra de Recife (Pernambuco, Brasil). Es música enlatada, pero por poco tiempo. Ya llegan las trompetas, y las chicas del grupo de baile, ataviadas con medias rojas hasta la rodilla, minifaldas negras y tops con ribetes amarillos o negros. Paisaje a todo color. Risas. Cervezas. Empieza la fiesta, como cada domingo a las cinco en esta «peña» que se prepara durante meses para el Carnaval.
jueves, 9 de octubre de 2008
viernes, 1 de agosto de 2008
Las Vegas en alta mar
Al subir a un crucero hay que presentar el pasaporte. Aunque no se planee salir de Europa. El trámite tiene su explicación legal, las aguas internacionales, esas cosas, pero plantea además un valor simbólico. La ventanilla de documentación es la frontera de un mundo ajeno a las calles de Londres y Dover (en este caso), al puerto que acabamos de cruzar, una especie de espejo de Lewis Carroll. Al otro lado de la pasarela el mundo parece de otra manera, aunque aquí, al menos una noche, también haga falta corbata. ¿Se la pondría Steve Jobs?
jueves, 26 de junio de 2008
Lovaina: fiesta en la ciudad de los estudiantes
La plaza Vieja de Lovaina no es pequeña, ni mucho menos, pero a media tarde de un día de junio y sol se antoja un hormiguero apretado de idas y venidas, de risas, de camareros superados por el trajín, de brindis por esos tres goles de Villa en Innsbruck. Corre la inmejorable cerveza belga (se cuentan 1.400 diferentes) en un recinto que dicen que es la «barra más grande del mundo», cerca de cincuenta bares y cafés entrelazados, una Torre de Babel dicharachera y alegre habitada por veinteañeros de no se sabe cuántos países. Los españoles mandan esta tarde. Al menos un centenar de estudiantes y otros tantos turistas recién llegados en autobús se arremolinan ante una pantalla gigante conectada con la Eurocopa. Alrededor, las casas nobles, reconstruidas después de la Primera Guerra Mundial, y el cercano Ayuntamiento, del XV, la ciudad que invita a pasear.
En Lovaina viven noventa mil personas. Treinta mil son estudiantes. La proporción explica más que una imagen o mil palabras. Algunos se saltan las últimas clases del año en el parque, con un balón de fútbol en los pies o con el amor de sus vidas entre las manos; otros apuran un trago en la plaza Vieja, y los hay que abren y cierran libros en el centro cultural Stuk o en la biblioteca destruida por los alemanes en agosto de 1914 y restaurada con ayuda de Estados Unidos y otros países aliados en un estilo renacentista. En la fachada se miran de tú a tú el escudo belga y el águila estadounidense. Y frente a esa biblioteca de aspecto tan imponente, en el centro de una gran plaza, la simplicidad de un alfiler que atraviesa el corazón de una mosca: el arte de Jean Fabre siempre golpea como una bofetada.
Los turistas suelen estar unas horas en Lovaina, como los japoneses que hacen noche en Madrid y le dedican un día a Toledo, otro a Segovia. Y, sin embargo, las tres ciudades darían para mucho más. El paseo por la que esta vez nos ocupa podría empezar en el beaterio, patrimonio de la Unesco, una pequeña ciudad dentro de la ciudad, una comunidad en su momento sospechosamente moderna. La Iglesia miraba suspicaz su independencia económica (las mujeres aceptaban los votos de obediencia y castidad, pero no el de pobreza), su vida en los márgenes de la sociedad, mientras sus maridos peleaban en las cruzadas. Hay varias comunidades así en Flandes, por ejemplo en Brujas, aunque la más grande es precisamente la de Lovaina, fundada en el siglo XIII, ochenta y siete casas en las que llegaron a vivir unas trescientas beguinas. Como en el resto, al anochecer se cerraban las puertas y ningún hombre podía entrar.
En el beaterio de Lovaina, una isla de tranquilidad que se quiebra cuando otro grupo de turistas baja del autobús, viven hoy profesores, empleados y algunos estudiantes de la Universidad. Vemos casas del siglo XVI, paredes de ladrillo y tejados de pizarra, un canal del río Dila, la iglesia que siempre había en estos recintos, bicicletas que sufren sobre los adoquines, una chica que riega las plantas en la ventana de su habitación, y, al cabo, vecinos que, unos minutos después de que la guía anuncie el toque de retirada, relajan su espíritu con una sesión de «tai chi» al aire libre. Calma total. Intramuros, no hay coches ni tiendas. Se acerca la noche, el silencio, casi como en aquellos años del Medievo...
Desde el beaterio al centro, al famosísimo Ayuntamiento gótico, apenas hay quince minutos a pie que, ciertamente, pueden estirarse mucho más. La Universidad medieval no se reducía como ahora a un campus, sino que se infiltraba en todo el casco urbano, salpicaba la vida cotidiana. Así sigue siendo, aunque sólo sea en parte. Aquí está un edificio de la Facultad de Medicina, allí otro de la de Derecho, y entre puerta y puerta, el Van Dale College, del siglo XV, el único colegio original que permanece en pie, con su fachada renacentista y uno de esos patios que llenan la ciudad. En la puerta, un aparcamiento de bicis, como es costumbre en estas tierras.
Lovaina está pensada para ir sobre dos ruedas o dos pies. Los coches se tornan inútiles en una ciudad tan manejable, con tantas terrazas en las que dejarse acariciar por el sol, con tantas zonas cortadas al tráfico. Nuestra ruta sigue de fuera adentro, camino de la Grote Markt (plaza Mayor), de la iglesia de San Pedro y su Ayuntamiento, una obra maestra del gótico. La decoración del zócalo muestra escenas del Antiguo Testamento, y en el conjunto hay 236 nichos con otras tantas estatuas. En la zona más alta, los duques de Brabante, y luego, concejales, magistrados, eruditos (Erasmo de Rotterdam, que frecuentó la Universidad)... A esa fachada se pueden quedar cosidos los ojos varias horas sin problemas.
La renovación del centro histórico de Lovaina recuerda la que se acometió un poco antes en otras ciudades del ducado de Brabante, como Amberes o Bruselas. Era una forma de decir que era rica y poderosa, tan buena como la mejor, un pulso. Ahora, las obras tienen otra entidad, como la escuela técnica (un esqueleto de hierro, muy luminoso, lo que ayuda a su actual función de biblioteca) que creó a principios del siglo XX el arquitecto y diseñador industrial Henry Van de Velde, o la nueva estación de autobuses, un trabajo del español Manuel de Solà-Morales, o, allá al fondo, la torre de la fábrica cervecera Stella, un icono jarra en mano.
La Universidad Católica de Lovaina se fundó en el siglo XV, una historia casi tan larga como su prestigio. Sus aulas, en las que se formuló la teoría del Big Bang, son el destino año tras año de decenas de miles de jóvenes que aportan a la ciudad un corazón diferente al que suponemos en la vieja Europa. Son más de las doce de la noche de un martes de junio, y en la gran plaza Vieja todos los bares siguen abiertos. Suena la música, aparecen los jerseys, el inevitable aire fresco de la madrugada, permanecen las risas. En agosto (13, 14 y 15), muchos de esos chicos cargados de adrenalina y ganas de divertirse regresarán a la Oude Markt para asistir al Marktrok, uno de los festivales estudiantiles más conocidos del continente. Música y fiesta en lo que durante siglos se conoció como «la ciudad de los estudiantes y las monjas».
jueves, 29 de mayo de 2008
viernes, 23 de mayo de 2008
viernes, 16 de mayo de 2008
domingo, 11 de mayo de 2008
Queen Victoria: lujo inglés en el Mediterráneo
Aún luce nuevo y brillante. Se inauguró el 11 de diciembre, y durante meses ha probado sus motores en una vuelta al mundo. Ahora, el Queen Victoria, de la mítica compañía Cunard, prepara su verano en el Mediterráneo
En la biblioteca de a bordo (siete mil volúmenes en siete idiomas) cuelga una especie de cuadro de honor de la literatura en inglés. Desde Jane Austen a Lewis Carroll o Edgar Allen Poe, el autor de «Las aventuras de Arthur Gordon Pym». A Poe, estadounidense, maestro del cuento de terror, le gustaba escribir sobre el mar, pero la vida obsesiva de Pym y los barcos fantasmas suena muy lejos en este rincón exquisito del Queen Victoria, el nuevo barco de la compañía Cunard. Estamos rodeados de moquetas, cueros, maderas y, si cerramos los ojos, del sabor de un whisky de malta y un cigarro-puro. Paisaje inglés en alta mar.
La británica Cunard (aunque en los últimos años perteneciente al grupo estadounidense Carnival) fue fundada en 1838 y su pasado está atado a los océanos, a los grandes barcos/sueños, como el Queen Mary, y a un espíritu radicalmente «british». Basta cruzar la pasarela de entrada del Queen Victoria, inaugurado en diciembre de 2007, para comprobarlo una vez más. En la Queen Room se sirve el té a las cinco en punto. En el pub, por la noche, llegará la hora del pop británico y las pintas. Y en la Churchill Room, con vistas al inmenso azul, se respira el humo de los fumadores.
El Queen Victoria ocupa, de alguna manera, el hueco que deja en los catálogos el Queen Elisabeth 2, comprado a mediados de 2007 por Dubai a cambio de cien millones de dólares para convertirlo en hotel-museo. El nuevo trasatlántico no realizará un trayecto único, sino que —por temporadas— dará la vuelta al mundo, pondrá rumbo al Báltico y, como este verano, recorrerá el Mediterráneo, tentado por el poderío evidente del puerto de Barcelona en el mercado de cruceros.
Barcelona ha sido, por supuesto, uno de los puertos en los que ha hecho escala el nuevo tesoro de la Cunard en su primera vuelta al mundo. El público que vemos, el que lee el periódico con minuciosidad o come en el restaurante Britannia (878 asientos), dispone de tres meses y una buena suma de dinero para dedicarla al lujo contemplativo, un perfil muy diferente al de los pasajeros que ocuparán estos pasillos en verano, alterados por las risas de los niños y el chop chop de la piscina.
Como se sabe, los restaurantes no son un asunto precisamente menor en un crucero. La comida va incluida en el precio, las veinticuatro horas del día, y una pasajera ocasional relata sentada a la mesa la historia de una conocida que engordó site kilos en unas vacaciones. Hay cartas y buffets para todos los gustos, desde el italiano al francés, además de comedores privados para las suites o para las empresas que los alquilan para cualquier presentación.
El casino es otro centro neurálgico del Queen Victoria. De las ganancias del juego y quizá de las del spa depende una parte importante de los beneficios de la empresa. Las máquinas, como las tiendas (atención: se compra en dólares, lo que supone una evidente ventaja en el cambio), sólo abren cuando el barco se hace a la mar. La excitación de la ruleta, de las cartas o de las tragaperras recorre los pasillos solemnes de este rascacielos flotante, como una prueba más de los extremos que se tocan y se necesitan.
En el día a día de un crucero los pasajeros salen a una excursión,acuden al teatro (830 asientos), navegan por internet, mueven el esqueleto en la discoteca Hemispheres o toman el sol en cubierta. A media mañana, un grupo de artistas ensaya la función de la noche en el Royal Court Theatre, que ocupa tres cubiertas. Nada, salvo el hecho de que una bofetada de realidad nos hace recordar que estamos en un barco, diferencia este escenario de cualquier otro en la ciudad. Al fin y al cabo, de eso se trata: una exquisita ciudad inglesa flota en el Mediterráneo.
Bautismo Real. El Príncipe de Gales y la duquesa de Cornualles presidieron el bautismo oficial, el pasado 10 de diciembre.
Las cifras. El Queen Victoria tiene 294 m. de eslora, 32,3 de manga, 62,5 de alto y 90.000 toneladas. Capacidad: 2.014 pasajeros y 1.001 tripulantes. Costó 435 millones de euros.
El verano, en el Mediterráneo. Crucero de 12 noches (Barcelona, Mónaco, Livorno, Nápoles, Malta, Creta, Atenas, Roma), con salidas el 25 de agosto y el 24 de octubre. Desde 990 a 1.490 euros.
unmundodecruceros.com
jueves, 24 de abril de 2008
Bretaña: corsarios y granito rosa
Llueve sobre las murallas de Saint-Malo, pero el grupo de turistas prefiere calarse hasta los huesos a volver al coche. Llueve y azota el viento, como tantas otras veces en esta esquina atlántica pegada al Canal de La Mancha. Pero «La piedra», como se conoce a la ciudad, ni se inmuta. Ha visto mucho como para asustarse por un día de perros. En esta ciudad del mar, la belleza duele, y el pasado zascandilea en unas calles por las que han pasado renegados y proscritos, marineros, corsarios, aventureros, ardorosos independentistas. Y escritores. El más importante, Chateaubriand, nació en una de estas casas en 1768. «Durante las horas de reflujo, el puerto queda seco y, en las orillas este y norte del mar, se descubre una playa de la más hermosa arena. Es posible dar la vuelta entonces a mi nido paterno. Al lado y a lo lejos, hay diseminados peñascos, fuertes, islotes deshabitados: el Fort-Royal, la Conchée, Cézembre y el Grand-Bé, donde estará mi tumba; había elegido bien sin saberlo: , en bretón, significa tumba», escribió.
viernes, 18 de enero de 2008
Tarragona: inmersión en Roma
«Y luego hablan de Teruel», se queja Ramón Comes, guía turístico. Tarragona, en efecto, también clama contra su invisibilidad, a todas luces injusta. Su patrimonio de la época romana es tan apabullante que resulta difícil comprender por qué tantos millones de pernoctaciones en la Costa Dorada no dejan un rastro significativo en esta pequeña y manejable ciudad, en la que a casi todos los sitios se puede llegar andando: a la playa vacía en invierno, donde dos enamorados se besan esta tarde junto a un mar agitado y frío, o a los restos de la época de esplendor de la ciudad, cuando Tarraco era la capital de la Hispania Citerior Tarraconensis y aquí vivían los emperadores Augusto y Adriano.
En el año 2000 ese patrimonio fue incluido en la lista del Patrimonio Mundial de la Unesco. Cuando se conoció la noticia, Montserrat Pascual, directora del Patronato de Turismo, recibió una llamada sorprendida de alguien de Barcelona. «¿Pero qué tenéis de nuevo?», le preguntaron. En realidad, nuevo, nuevo… no había nada. Tarragona tiene más de lección de historia magníficamente integrada en la vida cotidiana. La oficina de Monserrat está en el corazón de aquella época, junto a la actual catedral. Bajo la nave central parece que se halla el templo de César Augusto, o al menos así lo creen los arqueológos que han realizado una primera prospección geofísica en el subsuelo. La catedral está en plenas obras de remodelación, lo que permitirá –quizá a lo largo del próximo año- realizar una segunda fase de análisis que confirme la sospecha.
Casi cada obra que se ejecuta en Tarragona araña un pedazo del pasado. A mediados de noviembre, por ejemplo, el Ayuntamiento paralizó la construcción de una guardería porque los picos y las palas dejaron al descubierto un muro de hace dos mil años. En realidad, la construcción en la ciudad requiere por ley pasar el listón de una cata arqueológica. No en vano toda la zona centro fue una de las grandes urbes del imperio romano, en ocasiones tan bulliciosa como Roma, según decía Adriano, en la que vivieron 40.000 personas, con su anfiteatro para doce mil personas, el teatro para ocho mil, el circo para treinta mil, el templo, el acueducto, el foro. Con el puerto a sus pies, y el Mediterráneo como inmenso campo de operaciones comerciales y militares.
Las legiones de Cneo Cornelio Escipión desembarcaron en el invierno del 218 a.C.. Ampurias les había parecido una tierra difícil de defender, demasiado plana, azotada por la inquietante tramontana. Tarragona, en cambio, era perfecta, «la ciudad de la eterna primavera», como la inmortalizó el emperador Adriano. Y con mucha piedra en los alrededores para construir, procedente de la cantera del Medol, por ejemplo. La muralla que rodeaba la ciudad medía cuatro kilómetros, de los que permanecen en pie mil cuatrocientos cincuenta metros. Esa muralla abraza hoy el barrio medieval, otra ruta imprescindible para el visitante, en pleno casco histórico y en pleno proceso de reforma. Las fachadas vuelven a recobrar sus tonos pastel, como hace unos cuantos siglos.
Lo medieval y lo romano se mezclan e integran en los edificios modernos, como en la sede que La Caixa ha abierto en la plaza del Ayuntamiento. Los muros del foro envuelven los ordenadores, y el despacho del director, no sabemos si incómodo porque los turistas se asomen a su trabajo cotidiano. En realidad, en cada edificio de esa plaza hay un detalle de piedra, rastros que nos llevan al siglo II. Tarraco se levantó en tres grandes terrazas: la del templo, la del foro y la del circo. Las tres son perfectamente visibles en los restos que han ido apareciendo en sucesivas épocas de excavaciones, y que convierten todo el centro en un museo al aire libre. Cerca hay otro museo en sentido estricto, el Arqueológico, lleno de objetos con el sello de Roma, esculturas, una colección de 1.200 inscripciones, el fabuloso mosaico de Perseo y Andrómeda, hallado en la cantera del puerto en el siglo XIX. Pilar Sada, conservadora, lo muestra con verbo apasionado. Pronto, el museo tendrá nueva sede, con el propósito de que este rastro histórico luzca más.
El paseo continúa en dirección al pretorio, donde se halla el magnífico sarcófago de Hipólito, y por las bóvedas que sustentaban las gradas del circo. Hay un tramo de noventa y tres metros. «En muchos sitios, lo que fue Roma está en los museos, pero aquí se puede ver y tocar», afirma Ramón Comes. Extiende los brazos y muestra los límites de lo que fue el enorme circo. Y, unos minutos después, el plato fuerte en la ciudad, el anfiteatro con vistas al mar que, a media tarde, brama inquieto. En esas aguas gobernó, guerreó y comerció Roma, cuando el imperio convirtió Tarraco en una de sus capitales. Hoy, la amable capital busca futuro en aquel pasado.