Un mirador, y al otro lado del puerto, un fuerte, una historia. Hasta hace unos minutos, la muralla, de cuatro kilómetros, era un boceto entre la niebla y la lluvia, pero súbito, como no es infrecuente en las Azores, el viento ha despejado el cielo, y el castillo de San Juan Bautista, antes de San Felipe, luce en toda su inmensidad. Dicen que es la mayor fortaleza construida por España en el mundo, en el monte de Brasil, sobre la bellísima bahía de Angra do Heroísmo. Desde aquel lugar los soldados españoles protegían los barcos que llegaban de América con sus vientres cargados de plata. Hoy, un destacamento del Ejército portugués custodia el fuerte, aunque su vida parece bastante más relajada que la de los cañoneros de Felipe II. Incluso invitan a un café a los turistas, a media tarde, mientras el Atlántico azota las rocas sin compasión.
Muchos barcos y muchos hombres han sido devorados por estas aguas fieras. Los expertos creen que en el fondo del mar hay cientos de navíos, algunos con sus tesoros intactos, a la espera de una Odyssey cualquiera. En cuanto a las personas, nuestras tropas perdieron su primer asalto en 1581, en la batalla de Salga, en la que participaron Cervantes y Lope de Vega, y triunfaron en el segundo, 1583, dirigidas por Don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. «Los azorianos esperaron al ejército español en lo alto de una colina y arrojaron sobre él rebaños de toros enfurecidos…», escribió Antonio Tabucchi en «Dama de Porto Pim». El castillo, levantado en 1592 por orden de Felipe II, tenía cuatrocientas piezas de artillería en un área de tres kilómetros cuadrados.
Entre el mirador dedicado a los afanes liberales de Pedro IV, el Outeiro da Memoria, y el viejo castillo descansa Angra do Heroísmo, Patrimonio Mundial de la Unesco. Los periódicos y los libros dicen que el 1 de enero de 1980, un terremoto destruyó gran parte de sus edificios, pero tras la impecable restauración, si no lo supiéramos, diríamos que su estructura urbana, de calles rectilíneas, y sus casas, zurcidas con piedra porosa de origen volcánico, son como eran en el siglo XVI. No hay vallas de publicidad, ni edificios altos, ni siquiera un McDonalds. Sólo coches, eso sí, y no muchos en cuanto abandonamos Angra. La ciudad, como la isla, dormita en la historia, con sus iglesias, con esas casas entre el blanco de las fachadas y los amarillos o azules del cerco de las ventanas y puertas, con las calzadas de adoquines de piedra basáltica.
Hay más rastros españoles en la isla, por ejemplo en el bar que acoge la «Tertulia tauromáquica terceirense», junto a la plaza de toros. Los parroquianos apuran una cerveza rodeados de carteles de las ferias locales, o de alguna otra como la de Cuéllar, en Segovia. Los animales para el ruedo —en Portugal no se matan, como se sabe— llegan al centro del Atlántico en barco, desde la península, pero en las zonas altas de la isla se crían otros toros destinados a la gran fiesta de Terceira, la Vaca das Cordas. La escena se repite trescientas veces entre mayo y octubre, en cualquier pueblo. Una cuerda rodea el cuello del toro, que persigue a los corredores por un itinerario señalizado. Algunos consiguen esquivar sus embestidas, otros se refugian en el mar y no pocos vuelan por los aires, antes de que quienes sujetan la cuerda logren impedirlo, entre las risas del público.
Terceira tiene 29 kilómetros de largo por 17,5 de ancho, y la habitan unas 55.000 personas. Es fácil recorrerla en coche y a pie, por carreteras y caminos poco transitados, o incluso adentrarse en los trillos, senderos que cruzan las zonas más elevadas, como en la Reserva Forestal Natural do Biscoito da Ferraria. La tierra rojiza contrasta aquí con el verde intensísimo del cedro o la laurisilva, y lo hace de una forma tan poderosa que resulta difícil apartar la mirada. Llovizna otra vez. Aparece un lago entre los árboles. Y, al cabo, la Gruta do Algar do Carvâo, un capricho de la naturaleza. Es una caverna volcánica creada durante una erupción hace un par de milenios. En los techos hay estalactitas y estalagmitas formadas por depósitos de ácido silícico, algo muy poco común en la zona. El descenso por esta chimenea de cien metros de profundidad resulta sencillo.
En Terceira hay alguna playa y la temperatura del agua es aceptable (entre 16 y 22 grados, según la época del año), pero éste no es ni mucho menos un destino de sol y playa, sino de historia y naturaleza. Quien busque un baño puede encontrarlo en Praia da Victoria, la segunda ciudad de la isla, o en algunas de las piscinas naturales acondicionadas en recodos formados con piedra volcánica. Tras las rocas, esta tarde se agita el Atlántico. Los viejos pescadores de los alrededores suelen decir que las Azores son islas del mar de abril a septiembre y de agricultura y ganadería en invierno, cuando el océano se torna ingobernable.
La isla del «trío de las Azores», Bush, Blair y Aznar (la base militar estadounidense en Terceira llegó a sumar 5.000 efectivos durante la guerra fría, y aún tiene unos 3.000), recuerda otras fotos que han amasado su historia. Ésta fue «tierra de destierro» para muchos liberales a finales del XVIII, y el lugar donde empezó a nacer la revolución liberal portuguesa de principios del siglo XIX. De ahí el apellido de Heroísmo del que presume la capital, Angra.
Azores está lejos de cualquier lado, de América y de Europa, islas perdidas en el corazón del Atlántico. Quizá por eso tan poco visitadas por el turismo de masas, y tan apetecibles para cualquier viajero curioso que se adentre en estas tierras con el libro de Tabucchi entre las manos, o con «Mal tiempo en el canal», de Victorino Nemesio, nacido en Angra, la mejor novela sobre las Azores, según el escritor Enrique Vila-Matas. La información meteorológica y los anticiclones han hecho mucho para situar esta esquina en el mapa. El paisaje que vemos al despedirnos hace mucho más para invitarnos a volver.
Abc Viajar
lunes, 29 de octubre de 2007
Terceira, las Azores más españolas
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