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"Todos los días son viaje" Matsuo Basho
De Vietri a Positano hay 40 kilómetros. Sin parar, hora y media en coche. Las dos cifras dan idea de la dificultad de la carretera, pero no de la belleza de estos pueblos de casas blancas y ventanales asomados al Mediterráneo. He aquí un recorrido por la costa exquisita del sur de Italia, cerca de Nápoles
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Kilómetros de playa casi salvajes, sin hileras de hoteles «todo incluido». Un arenal aún virgen, en el noreste de Brasil, lejos de la crisis
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La música avisa antes de doblar la esquina, un poco más allá de la casa donde vivió el cantante Alceu Valença. Atardece en la ciudad empedrada. La luz, al fin suave tras un día de sol doloroso, ilumina la entrada de uno de los «blocos» de Carnaval más populares de Olinda, ciudad Patrimonio de la Humanidad, un pequeño tesoro excelentemente conservado, a tiro de piedra de Recife (Pernambuco, Brasil). Es música enlatada, pero por poco tiempo. Ya llegan las trompetas, y las chicas del grupo de baile, ataviadas con medias rojas hasta la rodilla, minifaldas negras y tops con ribetes amarillos o negros. Paisaje a todo color. Risas. Cervezas. Empieza la fiesta, como cada domingo a las cinco en esta «peña» que se prepara durante meses para el Carnaval.
Al subir a un crucero hay que presentar el pasaporte. Aunque no se planee salir de Europa. El trámite tiene su explicación legal, las aguas internacionales, esas cosas, pero plantea además un valor simbólico. La ventanilla de documentación es la frontera de un mundo ajeno a las calles de Londres y Dover (en este caso), al puerto que acabamos de cruzar, una especie de espejo de Lewis Carroll. Al otro lado de la pasarela el mundo parece de otra manera, aunque aquí, al menos una noche, también haga falta corbata. ¿Se la pondría Steve Jobs?
La plaza Vieja de Lovaina no es pequeña, ni mucho menos, pero a media tarde de un día de junio y sol se antoja un hormiguero apretado de idas y venidas, de risas, de camareros superados por el trajín, de brindis por esos tres goles de Villa en Innsbruck. Corre la inmejorable cerveza belga (se cuentan 1.400 diferentes) en un recinto que dicen que es la «barra más grande del mundo», cerca de cincuenta bares y cafés entrelazados, una Torre de Babel dicharachera y alegre habitada por veinteañeros de no se sabe cuántos países. Los españoles mandan esta tarde. Al menos un centenar de estudiantes y otros tantos turistas recién llegados en autobús se arremolinan ante una pantalla gigante conectada con la Eurocopa. Alrededor, las casas nobles, reconstruidas después de la Primera Guerra Mundial, y el cercano Ayuntamiento, del XV, la ciudad que invita a pasear.
En Lovaina viven noventa mil personas. Treinta mil son estudiantes. La proporción explica más que una imagen o mil palabras. Algunos se saltan las últimas clases del año en el parque, con un balón de fútbol en los pies o con el amor de sus vidas entre las manos; otros apuran un trago en la plaza Vieja, y los hay que abren y cierran libros en el centro cultural Stuk o en la biblioteca destruida por los alemanes en agosto de 1914 y restaurada con ayuda de Estados Unidos y otros países aliados en un estilo renacentista. En la fachada se miran de tú a tú el escudo belga y el águila estadounidense. Y frente a esa biblioteca de aspecto tan imponente, en el centro de una gran plaza, la simplicidad de un alfiler que atraviesa el corazón de una mosca: el arte de Jean Fabre siempre golpea como una bofetada.
Los turistas suelen estar unas horas en Lovaina, como los japoneses que hacen noche en Madrid y le dedican un día a Toledo, otro a Segovia. Y, sin embargo, las tres ciudades darían para mucho más. El paseo por la que esta vez nos ocupa podría empezar en el beaterio, patrimonio de la Unesco, una pequeña ciudad dentro de la ciudad, una comunidad en su momento sospechosamente moderna. La Iglesia miraba suspicaz su independencia económica (las mujeres aceptaban los votos de obediencia y castidad, pero no el de pobreza), su vida en los márgenes de la sociedad, mientras sus maridos peleaban en las cruzadas. Hay varias comunidades así en Flandes, por ejemplo en Brujas, aunque la más grande es precisamente la de Lovaina, fundada en el siglo XIII, ochenta y siete casas en las que llegaron a vivir unas trescientas beguinas. Como en el resto, al anochecer se cerraban las puertas y ningún hombre podía entrar.
En el beaterio de Lovaina, una isla de tranquilidad que se quiebra cuando otro grupo de turistas baja del autobús, viven hoy profesores, empleados y algunos estudiantes de la Universidad. Vemos casas del siglo XVI, paredes de ladrillo y tejados de pizarra, un canal del río Dila, la iglesia que siempre había en estos recintos, bicicletas que sufren sobre los adoquines, una chica que riega las plantas en la ventana de su habitación, y, al cabo, vecinos que, unos minutos después de que la guía anuncie el toque de retirada, relajan su espíritu con una sesión de «tai chi» al aire libre. Calma total. Intramuros, no hay coches ni tiendas. Se acerca la noche, el silencio, casi como en aquellos años del Medievo...
Desde el beaterio al centro, al famosísimo Ayuntamiento gótico, apenas hay quince minutos a pie que, ciertamente, pueden estirarse mucho más. La Universidad medieval no se reducía como ahora a un campus, sino que se infiltraba en todo el casco urbano, salpicaba la vida cotidiana. Así sigue siendo, aunque sólo sea en parte. Aquí está un edificio de la Facultad de Medicina, allí otro de la de Derecho, y entre puerta y puerta, el Van Dale College, del siglo XV, el único colegio original que permanece en pie, con su fachada renacentista y uno de esos patios que llenan la ciudad. En la puerta, un aparcamiento de bicis, como es costumbre en estas tierras.
Lovaina está pensada para ir sobre dos ruedas o dos pies. Los coches se tornan inútiles en una ciudad tan manejable, con tantas terrazas en las que dejarse acariciar por el sol, con tantas zonas cortadas al tráfico. Nuestra ruta sigue de fuera adentro, camino de la Grote Markt (plaza Mayor), de la iglesia de San Pedro y su Ayuntamiento, una obra maestra del gótico. La decoración del zócalo muestra escenas del Antiguo Testamento, y en el conjunto hay 236 nichos con otras tantas estatuas. En la zona más alta, los duques de Brabante, y luego, concejales, magistrados, eruditos (Erasmo de Rotterdam, que frecuentó la Universidad)... A esa fachada se pueden quedar cosidos los ojos varias horas sin problemas.
La renovación del centro histórico de Lovaina recuerda la que se acometió un poco antes en otras ciudades del ducado de Brabante, como Amberes o Bruselas. Era una forma de decir que era rica y poderosa, tan buena como la mejor, un pulso. Ahora, las obras tienen otra entidad, como la escuela técnica (un esqueleto de hierro, muy luminoso, lo que ayuda a su actual función de biblioteca) que creó a principios del siglo XX el arquitecto y diseñador industrial Henry Van de Velde, o la nueva estación de autobuses, un trabajo del español Manuel de Solà-Morales, o, allá al fondo, la torre de la fábrica cervecera Stella, un icono jarra en mano.
La Universidad Católica de Lovaina se fundó en el siglo XV, una historia casi tan larga como su prestigio. Sus aulas, en las que se formuló la teoría del Big Bang, son el destino año tras año de decenas de miles de jóvenes que aportan a la ciudad un corazón diferente al que suponemos en la vieja Europa. Son más de las doce de la noche de un martes de junio, y en la gran plaza Vieja todos los bares siguen abiertos. Suena la música, aparecen los jerseys, el inevitable aire fresco de la madrugada, permanecen las risas. En agosto (13, 14 y 15), muchos de esos chicos cargados de adrenalina y ganas de divertirse regresarán a la Oude Markt para asistir al Marktrok, uno de los festivales estudiantiles más conocidos del continente. Música y fiesta en lo que durante siglos se conoció como «la ciudad de los estudiantes y las monjas».
Aún luce nuevo y brillante. Se inauguró el 11 de diciembre, y durante meses ha probado sus motores en una vuelta al mundo. Ahora, el Queen Victoria, de la mítica compañía Cunard, prepara su verano en el Mediterráneo
En la biblioteca de a bordo (siete mil volúmenes en siete idiomas) cuelga una especie de cuadro de honor de la literatura en inglés. Desde Jane Austen a Lewis Carroll o Edgar Allen Poe, el autor de «Las aventuras de Arthur Gordon Pym». A Poe, estadounidense, maestro del cuento de terror, le gustaba escribir sobre el mar, pero la vida obsesiva de Pym y los barcos fantasmas suena muy lejos en este rincón exquisito del Queen Victoria, el nuevo barco de la compañía Cunard. Estamos rodeados de moquetas, cueros, maderas y, si cerramos los ojos, del sabor de un whisky de malta y un cigarro-puro. Paisaje inglés en alta mar.
La británica Cunard (aunque en los últimos años perteneciente al grupo estadounidense Carnival) fue fundada en 1838 y su pasado está atado a los océanos, a los grandes barcos/sueños, como el Queen Mary, y a un espíritu radicalmente «british». Basta cruzar la pasarela de entrada del Queen Victoria, inaugurado en diciembre de 2007, para comprobarlo una vez más. En la Queen Room se sirve el té a las cinco en punto. En el pub, por la noche, llegará la hora del pop británico y las pintas. Y en la Churchill Room, con vistas al inmenso azul, se respira el humo de los fumadores.
El Queen Victoria ocupa, de alguna manera, el hueco que deja en los catálogos el Queen Elisabeth 2, comprado a mediados de 2007 por Dubai a cambio de cien millones de dólares para convertirlo en hotel-museo. El nuevo trasatlántico no realizará un trayecto único, sino que —por temporadas— dará la vuelta al mundo, pondrá rumbo al Báltico y, como este verano, recorrerá el Mediterráneo, tentado por el poderío evidente del puerto de Barcelona en el mercado de cruceros.
Barcelona ha sido, por supuesto, uno de los puertos en los que ha hecho escala el nuevo tesoro de la Cunard en su primera vuelta al mundo. El público que vemos, el que lee el periódico con minuciosidad o come en el restaurante Britannia (878 asientos), dispone de tres meses y una buena suma de dinero para dedicarla al lujo contemplativo, un perfil muy diferente al de los pasajeros que ocuparán estos pasillos en verano, alterados por las risas de los niños y el chop chop de la piscina.
Como se sabe, los restaurantes no son un asunto precisamente menor en un crucero. La comida va incluida en el precio, las veinticuatro horas del día, y una pasajera ocasional relata sentada a la mesa la historia de una conocida que engordó site kilos en unas vacaciones. Hay cartas y buffets para todos los gustos, desde el italiano al francés, además de comedores privados para las suites o para las empresas que los alquilan para cualquier presentación.
El casino es otro centro neurálgico del Queen Victoria. De las ganancias del juego y quizá de las del spa depende una parte importante de los beneficios de la empresa. Las máquinas, como las tiendas (atención: se compra en dólares, lo que supone una evidente ventaja en el cambio), sólo abren cuando el barco se hace a la mar. La excitación de la ruleta, de las cartas o de las tragaperras recorre los pasillos solemnes de este rascacielos flotante, como una prueba más de los extremos que se tocan y se necesitan.
En el día a día de un crucero los pasajeros salen a una excursión,acuden al teatro (830 asientos), navegan por internet, mueven el esqueleto en la discoteca Hemispheres o toman el sol en cubierta. A media mañana, un grupo de artistas ensaya la función de la noche en el Royal Court Theatre, que ocupa tres cubiertas. Nada, salvo el hecho de que una bofetada de realidad nos hace recordar que estamos en un barco, diferencia este escenario de cualquier otro en la ciudad. Al fin y al cabo, de eso se trata: una exquisita ciudad inglesa flota en el Mediterráneo.
Bautismo Real. El Príncipe de Gales y la duquesa de Cornualles presidieron el bautismo oficial, el pasado 10 de diciembre.
Las cifras. El Queen Victoria tiene 294 m. de eslora, 32,3 de manga, 62,5 de alto y 90.000 toneladas. Capacidad: 2.014 pasajeros y 1.001 tripulantes. Costó 435 millones de euros.
El verano, en el Mediterráneo. Crucero de 12 noches (Barcelona, Mónaco, Livorno, Nápoles, Malta, Creta, Atenas, Roma), con salidas el 25 de agosto y el 24 de octubre. Desde 990 a 1.490 euros.
unmundodecruceros.com
Llueve sobre las murallas de Saint-Malo, pero el grupo de turistas prefiere calarse hasta los huesos a volver al coche. Llueve y azota el viento, como tantas otras veces en esta esquina atlántica pegada al Canal de La Mancha. Pero «La piedra», como se conoce a la ciudad, ni se inmuta. Ha visto mucho como para asustarse por un día de perros. En esta ciudad del mar, la belleza duele, y el pasado zascandilea en unas calles por las que han pasado renegados y proscritos, marineros, corsarios, aventureros, ardorosos independentistas. Y escritores. El más importante, Chateaubriand, nació en una de estas casas en 1768. «Durante las horas de reflujo, el puerto queda seco y, en las orillas este y norte del mar, se descubre una playa de la más hermosa arena. Es posible dar la vuelta entonces a mi nido paterno. Al lado y a lo lejos, hay diseminados peñascos, fuertes, islotes deshabitados: el Fort-Royal, la Conchée, Cézembre y el Grand-Bé, donde estará mi tumba; había elegido bien sin saberlo: , en bretón, significa tumba», escribió.